Por años hemos atestiguado gobiernos indolentes ante la pobreza. ¿Quién tiene la responsabilidad frente a este mal que aumenta año con año? ¿Cómo influye nuestro hogar, nuestra calle, nuestro barrio, nuestra ciudad en este aumento, en sus rezagos? No se construyen solos los espacios, y las autoridades muestran siempre un catálogo de cifras y pretextos frente al naufragio colectivo.
La desigualdad que arrasa con nuestras comunidades tiene todo que ver con una visión de la política que le da la espalda a 53 millones de mexicanos que viven en pobreza. Incluso es justo decir que buena parte de los gobernantes no solamente se hacen de la vista gorda frente a esta catástrofe, sino que lucran electoralmente con ella. Para algunos el éxito pasa por el hambre de otros.
Por eso, es una buena noticia que tomen fuerza las discusiones sobre desigualdad y pobreza. Estos tópicos han estado particularmente presentes en el debate mediático, pues son centrales en la agenda de la nueva administración. En la búsqueda de hacerle frente se han anunciado becas, pensiones, infraestructura, nuevas dependencias y programas como parte del proyecto federal para los próximos años.
Este es un gran momento para empezar a pensar ciudades a escala humana. Urbes para caminarse, para vivir cerca del trabajo, de parques, de las tienditas y la escuela. Podría parecer que este tema no tiene nada que ver con la pobreza y la desigualdad, pero es todo lo contrario. Este modelo de desarrollo urbano ha sido particularmente cruel con quienes menos recursos económicos tienen, quienes sacrifican buena parte de su día para moverse de extremo a extremo de la ciudad, quienes no tienen infraestructura educativa básica en sus colonias, quienes tienen que olvidarse de disfrutar de un parque.
Hoy hay municipios enteros que son dormitorios con dos facetas: Durante el día son desiertos, sin interacciones humanas o vida que se arraigue. En las madrugadas son filas interminables de personas esperando abordar el transporte público, hervideros de camiones y automóviles inmutados en largas filas. Según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), la mitad de las personas que trabajan en nuestro país pasan un hora diaria en el trayecto de su casa al lugar de chamba. Pero también hay 30% de la población que hace dos horas o más en su viaje laboral cotidiano.
La construcción de esas nuevas ciudades es una responsabilidad compartida por todos los órdenes de gobierno. Por poner algunos ejemplos, las políticas de vivienda pasan por la administración federal; las decisiones de movilidad son materia estatal; los permisos y uso de suelo son responsabilidad del municipio.
Reconociendo el papel que juega la planeación urbana para combatir la desigualdad social, ciudades en otras partes del mundo han iniciado acciones para rectificar muchos de sus males. Por ejemplo, Bogotá se dedicó a generar infraestructura educativa y cultural para permitir su acceso en los barrios con mayores tasas de violencia. Barcelona ha emprendido el programa de superbloques, donde busca ordenar polígonos para que en un radio de 9 cuadras se pueda concentrar vivienda, servicios comerciales y educativos, con calles tranquilas para recrearse y caminar.
Estos son solo dos ejemplos de lo que pasa cuando ponemos al centro de la discusión pública la construcción de ciudades para vivirse, para disfrutar, para estar cerca de quien amamos.
En tiempos de transición, de nuevos bríos, de colores distintos en el poder y, sobre todo, de cambios en los rumbos del gobierno, se debe tener una concepción más amplia sobre la desigualdad y la pobreza, entendiendo que las ciudades son nuestro hábitat: el primer espacio de incidencia política, de comunidad, de construcción de alternativas, y merece ser tan plena y digna como la vida misma de quienes la habitan. La desigualdad de los pasos puede quedar en el pasado, apostándole todo a las ciudades pensadas para el gozo, el encuentro y el barrio.