Cerca de la cabecera municipal de Tlajomulco de Zúñiga, municipio que forma parte de la Zona Metropolitana de Guadalajara, descansa un templo que guarda una historia bastante particular. Quizás no es la edificación con más historia, pues este municipio cuenta con un amplio catálogo de templos que datan del Siglo XVIII. Tampoco es la construcción que arquitectónicamente guarda los trazos más vistosos o mejor logrados. No es, definitivamente, el centro de peregrinaje con mayor feligresía. Lo particular de este templo, según nos narró un cronista de Tlajomulco a un grupo de estudio, fue que a mediados del siglo pasado los habitantes de esta región decidieron sepultarlo bajo la tierra.
Hartos de los robos y rapiña que azotaban tanto los tesoros resguardados en su interior, como las mismas piedras de tezontle rojo que lo adornaban por fuera, los feligreses se dieron a la tarea de cuidar los elementos más queridos y significativos de su historia a través de un sacrificio colectivo: renunciar a ese templo tan relevante para su credo e historia. El cronista nos confesó que tuvieron que pasar casi cien años para que las instituciones de cultura pudieran conocer de su existencia y lograran iniciar con el proceso necesario de restauración.
Esta anécdota de memoria, de paso del tiempo y negligencia gubernamental no se limita a una latitud. Lamentablemente esta historia se repite en muchas otras regiones. Hace una semana, el 2 de septiembre, atestiguamos con asombro, rabia y tristeza un incendio que acabó con el Museo Nacional de Brasil localizado en la ciudad de Río de Janeiro.
A través de las redes fuimos testigos de cómo el fuego consumía objetos que fueron contemporáneos del paso de los dinosaurios, de la vida cotidiana en el Amazonas o de las batallas de Napoleón. Las llamas se llevaron casi todo lo que había en ese edificio, generando una catástrofe para la humanidad.
En este edificio se perdieron invaluables vestigios históricos de las culturas originarias de Brasil, los cuales incluían herramientas, indumentarias y hasta indicios históricos que servían como soporte para comprender las divisiones territoriales entre pueblos actuales. También contenía una amplísima colección de reliquias de otras culturas, como sarcófagos egipcios, herramientas etruscas y frescos de Pompeya; así como una amplia colección botánica y paleontológica con piezas como el esqueleto de Luzia, uno de los vestigios humanos más antiguos que se han encontrado en Sudamérica.
Estamos frente a una pérdida inconmensurable en la que se señala como principal responsable a las autoridades gubernamentales, específicamente debido a los enormes recortes presupuestales que año tras año sufrió el Museo.
A pesar de esta tragedia, es importante que el desastre no nos paralice, pues hay en nuestro país mucho por hacer por los museos, por la memoria y por nuestra cultura. Debemos recordar que, inexplicablemente, el presupuesto en cultura ha disminuido año con año. En 2015 nuestro país invirtió 18 mil 583 millones en este rubro y para 2017 la cifra se había recortado a 12 mil 428 millones de pesos. Recortes que van dejando a su suerte a los restauradores, a los artistas, a las redes de bibliotecas, al conocimiento y a la divulgación de la cultura.
El reclamo no es nuevo, pero mientras las cenizas de un museo aún permanecen tibias, debemos aprender en cabeza ajena. Por eso se vuelve una materia urgente luchar por nuestras instituciones culturales, para que su presupuesto deje de regatearse y se valore su función social.
El templo de Tlajomulco ahora luce renovado, el pueblo retorna a él, las campanas se han vuelto a escuchar. Por eso conviene recordar que los sitios históricos y los museos no son espacios para la melancolía hueca, no son un exhorto para vivir en el pasado, no son el polvo nostálgico de otras épocas. La idea de almacenar y estudiar nuestro pasado significa la posibilidad de tener un horizonte prometedor, la esperanza de no repetir caídas y el sueño de una civilización en equilibrio con su entorno.