El discurso de toma de posesión de Enrique Peña Nieto fue el regreso al esplendor de los tiempos idos de la república priista. El Patio Central de Palacio Nacional estaba sin lugares vacíos. Mil 500 invitados atestiguaban el regreso del PRI al poder en plenos tiempos de la alternancia. El montaje del escenario recuperaba el lustre de las monarquías sexenales. El plateado metálico dominaba la cromática. La óptica no era sólo forma, también fondo. Peña Nieto había sido el mejor candidato presidencial que había tenido el PRI desde Adolfo López Mateos, mexiquense también, definido su éxito en términos de popularidad y empatía.
Su arranque fue poderoso. Las metas que ahí anunció fueron las reformas, donde la educativa provocó la mayor ovación, que inició en las palmas de la maestra Elba Esther Gordillo. El vehículo sería el Pacto por México, una idea del perredista Jesús Ortega, articulada por el priista José Murat, miembro del Grupo Atlacomulco por proximidad. “Este regreso de los rituales y el protocolo no están del todo mal”, dijo una exfuncionaria del gobierno de Felipe Calderón, que vio de cerca el de Vicente Fox. “Es una investidura que habíamos perdido”.
El día 2 de diciembre de ese 2012 se suscribía el Pacto por México en el Castillo de Chapultepec, donde en los últimos lustros sólo se firma lo que tiene vida trascendental de largo aliento, y comenzaban 18 meses de negociaciones cupulares que procesaron como maquinaria de la Revolución Industrial, los cambios legales para la reconstrucción económica y política del país. Aquellos eran los tiempos de Peña Nieto, encerrado en Los Pinos, en una torre de marfil donde revisaba en Power Point lo que hacían sus generales. Peña Nieto nunca lo notó, y sus consejeros siempre lo desestimaron, pero había comenzado herido políticamente.
El movimiento #YoSoy132 que nació durante la campaña presidencial en la Universidad Iberoamericana, cambió el metabolismo del estado de cosas y obligó a cambiar las categorías de análisis. Generó una irrupción de las clases medias de jóvenes, que como sus antecesores de la generación del 68, que buscaban la ruptura con el status quo que ya no los satisfacía ni los representaba, comenzaron a externar su deseo de cambio. Una cadena de fallas en la operación política acompañó ese primer año y medio de gobierno omnipresente, como sucedió con la reforma fiscal y la reforma energética, que no se notó como un quiebre sino como el motor que comenzaba a soltar aceite. Pronto, la realidad alcanzó a Peña Nieto, quien tuvo un sexenio corto para su aprobación. Quería ser el mejor presidente en la historia de México por el calado de sus reformas –¿cuántas veces antes no habíamos escuchado lo mismo?–, pero esa torre de marfil, de donde no salía sin una pecera que lo aislaba de la realidad, se fue desmoronando.
Peña Nieto ha llegado a su sexto y último Informe de Gobierno, a 61 días de entregar el poder al líder de la izquierda social, Andrés Manuel López Obrador, en medio del repudio nacional. Una encuesta de Indicadores SC y ejecentral sobre el acuerdo presidencial es devastadora para el Presidente. Su nivel de aprobación está en 11.2%, el nivel más bajo que se haya registrado en una medición pública a lo largo del sexenio. El 65.8% lo desaprueba abiertamente y para el 23% le da lo mismo lo que suceda con él. Las reformas fueron consideradas su peor desacierto –aunque el 13.6% dice que fue lo mejor de su sexenio–, y la corrupción en su gobierno, real o de percepción, se convirtió en el segundo peor desacierto, con 12.8%, seguido de la inseguridad y el gasolinazo. “Pese a la gran inversión publicitaria y promoción del trabajo del presidente de la República y su gobierno, Enrique Peña Nieto arriba a su sexto y último Informe de Gobierno como el mandatario más desaprobado de la historia moderna del país”, apuntó Elías Aguilar, autor del estudio.
El dato frío de la encuesta no es lo único que grita agravios al presidente Peña Nieto. Las palabras con las que describieron al sexenio dibujan la repulsión existente. Las tres palabras más mencionadas para explicar cómo fue su gobierno fueron “malo”, “incompetente”, “inútil” y “mediocre”. Se refieren a lo mismo. Peña Nieto no fue un presidente bien visto por los mexicanos, que si se analizara el éxito que tuvo como gobernador en el Estado de México, se podría argumentar que la Presidencia fue para él una especie de Principio de Peter. La “ingobernabilidad”, la “corrupción” y la “inseguridad”, son los calificativos utilizados en seguida para expresar lo que piensan del sexenio, aunque hay unos más, como “asco”, que revelan la repugnancia que tiene un sector del electorado en contra de él.
No es un trato la forma como lo ven los mexicanos sino un maltrato. Para una persona que conoció a Peña Nieto desde que no era nadie, como quien esto escribe, no hay duda de su amabilidad y fina mano en la relación personal, su calidez y decencia, de la misma manera como puede afirmar que el Peña Nieto de Los Pinos no era el de la Casa Colón, en Toluca, un político aislado y alejado de la gente, acartonado y desinformado, secuestrado por un grupo de colaboradores que le dijeron qué hacer, qué decir y cómo actuar. Pero no nos engañemos. No importa cuánto lo encerraron en una burbuja, él era el Presidente y debió haber tenido la inteligencia otrora, para enderezar su camino y construir su legado. Vistos los resultados, se puede decir que, para ser presidente, nunca estuvo preparado.