Una vez nacionalizado el litio, el presidente López Obrador puede pasar a realizar una serie de acciones nacionalizadoras que lo lleven a colocarse como el presidente más nacionalizador que haya tenido el país. Pocas palabras le llenan tanto la boca al señor Presidente como nacionalizar esto o aquello. Claro, él quiere dejar claro no el sentido de la propiedad de la nación de tal o cual materia o área del quehacer público, sino la prohibición a los liberales de hacer algo con ello, una empresa, ganar alguna utilidad, una de esas cosas nefastas propias del egoísmo conservador.
Una vez que la sesión de Congreso del domingo pasado se transformó en el festival de los traidores a la patria, el Presidente procedió a nacionalizar el litio. Nadie sabía de la importancia del litio ni de que había una interminable merma del vital material por parte de enemigos de la patria. De hecho, especialistas consideran que las exportaciones de este metal en nuestro país no superan el millón de dólares, pero lo importante es que terminó el saqueo. Ya nunca más. Se acabó. Gracias a la visión del hombre que habita en Palacio Nacional, el prohombre de Tepetitán, hemos entrado de lleno a la era del litio: el litio es nuestro. El litio es de quien lo trabaja. El litio vive, la lucha sigue. El litio somos todos. Litio sí, yanquis, no. Entre los individuos como entre las naciones el respeto al litio ajeno es la paz. Por el bien de todos, primero el litio. Todo lo que usted quería saber sobre el litio y no se atrevió a preguntar. Los hombres de litio. El cártel del litio. El amor en los tiempos del litio... en fin, que es de suponer que vendrán grandes días para la nación después de esta conquista colosal.
Ojalá esta ola nacionalizadora no termine aquí porque hay tanto por nacionalizar que sería muy descorazonador que se impusieran los traidores antinacionalizadores. Por eso el Presidente no debe ceder en su gigantesco esfuerzo por darle a la patria lo que es de ella y nadie más. Así pues, manos a la obra y a terminar con la pesadilla neoliberal y que el titular del Ejecutivo proceda a nacionalizar lo siguiente antes de que caiga en manos malditas:
Palacio Nacional. Es muy importante que esta nacionalización se lleve a cabo. Se trata ni más ni menos del hogar, la casa, el nido del gran nacionalizador. De no llevarse a a cabo este importantísimo proceso, no se culminará la gran trasformación.
El Popocatépetl y el Iztaccíhuatl. Ni más ni menos que nuestros volcanes icónicos. La mujer dormida y Don Goyo a sus pies, bellezas naturales que muestran la pasión y el frenesí de nuestra raza de bronce. Jamás se los llevarán, no permitiremos que un día amanezcan en Kansas City o a las afueras de Madrid –ya sabemos que los españoles son capaces de todo–. Los volcanes son nuestros.
Las calles. Es imprescindible que por donde circulan mexicanas y mexicanos sea por su propia tierra. Sería impensable caminar, por ejemplo, por la avenida Lázaro Cárdenas y que esta calle fuera austriaca –los mismos que nos robaron el penacho–. Nada, hay que impedirlo de una vez para que los conservadores –si es que volviesen a ganar algún día– no pudieran hacerlo. Las calles de México son mexicanas.
El peso. Nada mejor para la fortaleza de nuestra moneda que sea de nosotros, o sea, mexicana. Al nacionalizar el peso lo más seguro es que nos fortalezcamos frente al dólar y otras monedas extranjerizantes, además de mandar una señal soberana al resto del mundo. El peso es nuestro que no quepa la menor duda.
Apoyemos a nuestro Presidente nacionalizador en esta fiebre nacionalizadora para que nunca más nos desnacionalicen. México, país nacionalizador.