Este lunes, durante dos horas, cuatro secretarios de Estado y un subsecretario de Seguridad dieron en Palacio Nacional un informe sobre la violencia que sacudió al país la semana pasada. Lo que ahí se dijo sería atendible si no se tratara de un mensaje sin miga, tardío, poco empático y al que socavan otras acciones del propio gobierno.
Porque –para empezar– sirve de bien poco sacar al titular de Gobernación, al de Defensa, al de Marina y a la de Seguridad Ciudadana a explicar cosas que (aterrada) la gente se preguntaba cinco o tres días atrás.
El mensaje gubernamental llega cuando en Zapopan o Juárez ya están medio repuestos del susto y tratan de volver a su normalidad; cuando en Tijuana o en Guanajuato ya habían tomado sus respectivas providencias.
La Federación salió muchas horas después de que, con mayor o menor tino, autoridades estatales y municipales dieron mensajes que buscaban tranquilizar a sus gobernados.
El gobierno federal se esperó a que el Presidente estuviera bien enchilado –acusa que es víctima, ooootra vez, de una campaña– para ordenar una conferencia casi del nivel que ameritaba la crispación social… la semana pasada.
Y además de tardío, el mensaje será poco efectivo por estar precedido de eventos lamentables y patrones de desdén con respecto a la inseguridad que padecemos.
Porque mientras varias poblaciones ardían la semana pasada, lo más vistoso que todo México vio esos días por parte de la Marina Armada de México (antes un actor clave de la seguridad) fue a un helicóptero de esa institución, y uno nada discreto o austero, rebajado al nivel de taxi aéreo para llevar a una botarga a un estadio que, en el colmo del “no hagas cosas buenas que parezcan malas”, es el de la tierra presidencial. Ésas son prioridades y no pedazos.
Y lo mismo ocurre cuando uno escucha a Ricardo Mejía, subsecretario de Seguridad que también estuvo ayer en la conferencia de Palacio. Él tiene, por supuesto, derecho a aspirar a gobernar su estado (Coahuila), pero o se va ya a buscar ese destino y deja a alguien 100 por ciento comprometido con el combate a la inseguridad, o renuncia a la precampaña: la volatilidad de la violencia demanda funcionarios de tiempo completo.
Otra cosa que lastra al esfuerzo presidencial es la proclividad de AMLO de culpar a la prensa y a los “adversarios” del tabasqueño de hacer más grande el tema.
Es posible que, como aseguraron ayer en Palacio, los criminales hayan querido hacer “actos de propaganda” antes que –salvo señaladamente en Juárez– daño directo a la población, pero eso tuvo consecuencias de muerte, miedo, terror, pérdidas económicas y hasta cancelaciones de corridas de camiones y vuelos. El ruido mediático no fue lo más importante, aunque sea lo que más le fastidia a López Obrador.
Llevamos demasiadas crisis de inseguridad. Desde feminicidios diarios en números intolerables hasta asesinatos concretos de mujeres que no tienen el adecuado eco en Palacio Nacional.
La conferencia de ayer es poca cosa porque hay un déficit de justicia y empatía: el caso de los jesuitas asesinados, para insistir en cómo el propio gobierno limita su credibilidad, sigue impune, pero el Presidente no tuvo empacho en culpar a la Iglesia de hacer un alboroto.
En el combate a la violencia este gobierno decidió actuar desarticulado de la sociedad, alejado de las víctimas y ajeno a quienes han estudiado estas cosas.
Si algo aprendimos en Juárez hace una década es que los gobiernos solos son incapaces de controlar al crimen endemoniado. Hay que repetírselo al Presidente, aunque se enoje.