Por el ansia de conservar y acrecentar su poder al amparo del arrastre y la popularidad de su líder Andrés Manuel López Obrador, Morena concentra su esfuerzo y atención en los concursos electorales y la instrumentación de las iniciativas políticas lanzadas por el presidente de la República, dejando de lado cuestiones fundamentales.
Una argamasa de convicción, interés, obediencia, ambición, fe y veneración norman el proceder del movimiento y, en ese concepto de su función, descuida tareas y obligaciones directamente vinculadas con él. Poca atención presta a su estructura, organización, fuerza e institucionalización, así como al examen y auditoría de proyectos, programas, acciones y actuación de quienes ha encumbrado en el poder –incluido, desde luego, el jefe del Ejecutivo–, y a las cuentas que estos deberían de rendir en su calidad de funcionarios públicos o representantes populares.
Morena no ha sabido guardar distancia, entablar un diálogo ni establecer una relación de apoyo crítico con los titulares de los gobiernos y sus colaboradores como tampoco con los coordinadores parlamentarios y los legisladores que ocupan una posición gracias al movimiento. De su ascenso al poder, el movimiento ha hecho una fiesta y una fatiga continúa sin reparar cómo, con la velocidad con que llegó a él, puede caer.
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El descuido de la actuación de quienes hoy ejercen y disfrutan del poder en nombre y gracias a Morena deja crecer una enredadera de problemas. Asuntos, cuestiones y conductas que, cuando por voluntad propia u obligada su líder Andrés Manuel López Obrador deje de dirigir, animar y cobijar al movimiento, serán de muy difícil control y solución. Si Morena no resuelve a la brevedad constituirse en una fuerza capaz de organizarse, entenderse entre sí y gobernarse a sí misma, al tiempo de vigilar la conducta de sus cuadros en el poder, hará de la hazaña de armar en cuestión de años un movimiento y generar una expectativa social una leyenda fugaz y, obviamente, sin final feliz.
Varias historias negras Morena ya podrían revisar y conjurar si, en verdad, quiere prevalecer por sí y no sólo bajo la sombra del líder que hoy lo cohesiona y aglutina. Si, en verdad, quiere acumular poder y darle sentido social distinto debería mirar por dónde camina.
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Morena cuenta los votos con singular atención, pero no los está tomando en cuenta con el mismo tesón.
En el afán de consolidarse como una fuerza política hegemónica, al movimiento le importa ganar el poder como dé lugar y, en esa lógica, ha abierto la puertas de par en par hasta integrar un elenco de gobernadores variopinto. Algunos con auténtica gana y compromiso de darle un mejor horizonte a los gobernados a partir del proyecto que el movimiento impulsa, pero otros no.
Estos últimos perciben el poder como una ambición personal y, al verse coronados con él, lo ejercen como si formara parte de su patrimonio, y deslumbrados por él incurren en vicios o prácticas que supuestamente habrían de desterrar. Son dignos de aparecer en la galería de la ineptitud y la negligencia, sino es que de recibir un pase automático a algún centro de readaptación.
Tales gobernadores y exgobernadores dejan ver que Morena comienza a confundir el fin con los medios, a sucumbir a la tentación de integrar alianzas de interés sin compromisos establecidos en un programa y, luego, a doblegarse ante la actuación irresponsable de esos personajes, a los cuales deja sin marcaje alguno, siendo que a la postre los costos políticos recaerán sobre el movimiento.
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Aunque son muchos los ejemplos de cuadros llevados a posiciones de poder por Morena sin reparar mayormente en su trayectoria, capacidad, compromiso y honorabilidad, y ante los cuales el movimiento finge demencia sin advertir la actitud cómplice que asume, vale mencionar dos casos recientes que descuellan.
Uno de esos casos es el del exgobernador de Baja California, Jaime Bonilla, señalado por la Corte como protagonista del intento de cometer un fraude a la Constitución al pretender prolongar indebidamente su mandato. El mismo personaje intenta ahora consumar otro fraude en el Senado, al aferrarse –pese a la resolución en sentido contrario del Tribunal Electoral– a un escaño, desinteresado por la dieta, pero obsesionado con la idea de contar con fuero. ¿Nadie en el movimiento o en el gobierno ve al personaje?
El peso de ese exgobernador al interior de Morena, ¿explica la incorporación de su excolaborador Amador Lozano Rodríguez, el autor intelectual de aquel frustrado fraude, al equipo de Claudia Sheinbaum? ¿La jefa de gobierno capitalino, alguno de sus colaboradores o alguien del partido no sabía a quién se colocaba al frente de la recién creada Coordinación General de Relaciones Interinstitucionales del gobierno metropolitano? ¿Nadie conoce la trayectoria y fama de ese otro personaje o, peor aún, porque lo conocían lo integraron? ¿O sólo se trata del ejercicio del pragmatismo que embodega los principios? ¿Cómo explicar la asociación de Claudia Sheinbaum con ese personaje? ¿Se lo impusieron o ella decidió sumarlo a su equipo?
Ejemplos como los citados hay muchos más en Morena e igual se podría hacer una extensa relación de cuestiones importantes que el movimiento está dejando de lado. Asombra que la militancia y los cuadros convencidos y formados en la idea de darle un horizonte mejor y distinto al país no reaccionen con el vigor necesario.
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Es claro que, en el ansia por conservar y acrecentar su poder, el movimiento comienza a aflojar en los principios y apretar en el pragmatismo. Es una historia conocida. Lo asombroso es que Morena esté a punto de repetirla, siendo que presumía querer hacer una historia distinta.