La evidencia —amasijo de sangre, violencia y miedo con pérdida de vidas, integridad, patrimonio, derechos y libertades— ya es inocultable: la política anticriminal de éste y los tres gobiernos anteriores ha sido un fracaso. Un fallo donde la nación aparece como conejillo de indias de la política y rehén del crimen, desarrollando en silencio una inconcebible tolerancia ante el cautiverio, donde la indiferencia o el olvido han sido su refugio.
No es para menos. A un problema de Estado que se ha prolongado a todo lo largo de este siglo se le ha pretendido dar un remedio de gobierno. Ni por error, a los partidos se les ha ocurrido diseñar, negociar y acordar una solución a la talla del problema: una política de Estado. Tal ha sido la miopía y la mezquindad política.
Así, la nación ha visto sin chistar —salvo cuando conoce nombre, rostro y alma de la víctima en turno o cuando la espuma de la rabia ya no puede retenerla— cómo la paz y la justicia sucumben ante la impunidad y la violencia. Ha visto sin asombro cómo, sexenio a sexenio, cambia sin dirección ni rumbo la política de seguridad y aumenta, migra o se diversifica la actividad criminal, mientras los gobiernos y partidos se disputan el trofeo de la ignominia y las organizaciones delincuenciales pelean el territorio que, en muchos sitios, es una fosa oficial o clandestina.
Durante estos últimos 22 años, los asesinados ya casi suman medio millón y enerva saber que los próximos muertos todavía tienen vida y pasarán a formar parte de la estadística de la desvergüenza. Sin hablar de las decenas de miles de desaparecidos: un promedio de veintiocho al día.
Con ínfulas o disfraz de payaso con botas, estratega con casaca, dandi con gomina o humanista con opción múltiple, el actual y los últimos tres presidentes de la República no han asumido la jefatura del Estado y, a veces, ni la del gobierno en materia de seguridad pública.
En el mejor de los casos y en su momento, los mandatarios han pretendido administrar sin resolver el problema para luego patearlo al siguiente sexenio, rogando que la sangre no les manché mucho las manos y la conciencia ni les obligue a llevar a la tintorería la banda tricolor que tanto les fascina terciarse al pecho.
Así, según la ocurrencia en turno y al margen de su signo político, los titulares del Ejecutivo han aparecido o desaparecido, rellenado o vaciado la secretaría de Seguridad; inventado o eliminado cuerpos policiales; reformado, contra reformado y deformado a capricho la Constitución y las leyes; intentado concentrar o dispersar el mando policial; asumido o delegado a conveniencia responsabilidades con los gobernadores; fortalecido, debilitado u olvidado a las policías estatales o municipales; combatido selectivamente a los cárteles criminales y…, en todos los casos, le han fallado a la ciudadanía, distorsionado la función de las fuerzas armadas y abierto ventanas de oportunidad al crimen al hacer de la indefinición la política constante.
La parte más patética de esa política sexenal es la postura de los partidos, según estén o no en el poder. Olvidan su propio error, señalando que el del contrincante lo supera. El eje de su actuación no es el acierto, sino el error del otro, el pasado o el siguiente. Qué importa el Estado de derecho y la justicia. La paz es el bienestar en el sepulcro.
Los tres partidos han desfilado en el poder, dejando por única certeza que la alternancia no ha logrado erigirse en alternativa y sí, en cambio, le ha facilitado el quehacer al crimen.
Harta oír que, diciéndose diferentes, esos gobiernos esgrimen o han esgrimido los mismos argumentos cuando, en su turno, les ha tocado encarar alguna crisis o tragedia provocada por el crimen.
Actúan como una calca. Tras la matanza, ejecución u homicidio reportan haber reforzado la seguridad en el lugar del crimen y acordonado el sitio, haciendo gala de la eficacia inútil. Informan tener identificado al o los autores del delito porque, desde hacía años sabían de sus fechorías. Juran que dejarán caer todo el peso mosca de la justicia sobre el culpable, a sabiendas del peso completo de la impunidad. Satisfecha la etapa de las declaraciones tronantes sin consecuencia, sólo esperan que la próxima tragedia no sea del tamaño de la anterior. Hasta allá ha llegado el cinismo.
El cuento ha sido el mismo y ninguno, ni el actual ni los anteriores gobiernos han tenido la entereza, la generosidad ni la talla para convocar al conjunto de los partidos a negociar y acordar una política de Estado que, sin importar qué fuerza esté en el poder o llegué a él, sostenga una estrategia transexenal viable y posible para hacer un esfuerzo y reponer la paz con justicia, libertad y seguridad. No, anteponen sus diferencias y mandan al diablo a quienes dicen representar que es la ciudadanía.
El crimen ha roto el tejido social, complicado la economía, penetrado a la política y deteriorado el peso y la imagen del país en el exterior y, aun así, se insiste en hacer o, incluso, en dejar de hacer lo de siempre, en lugar de ensayar en serio una política de Estado que responda al desafío del crimen.
Los 22 años de este siglo hablan muy mal de los gobiernos y los partidos que han desfilado y alternado en el poder, pero no sólo de ellos.
También habla mal de la sociedad que del cautiverio ha hecho su hogar y, pese a la evidencia, sólo esporádicamente se queja o protesta. Pese al dolor y la rabia, la sociedad ha sido incapaz de impulsar un movimiento sostenido que recupere las calles, plazas y caminos que le pertenecen en los cuales pueda vivir con seguridad y sin miedo, con justicia y libertad.
¿Cuántas fosas faltan por excavar antes de sembrar la semilla de la paz?