El oportunismo del presidente Andrés Manuel López Obrador rindió frutos importantes. Bueno, cuando menos en el corto plazo, al defender a tres dictaduras y decir que si no las invitan a participar en la Cumbre de las Américas en Los Ángeles dentro de tres semanas, no asistirá. López Obrador se montó en las gestiones diplomáticas que realizaba una decena de gobiernos latinoamericanos desde diciembre pasado para que los convocaran, las hizo suyas, lo tomó como misión ideológica y lo publicitó. La diplomacia a ronco pecho en la mañanera tuvo su efecto. Al socializarse las resistencias en el subcontinente, metió al presidente Joe Biden en un brete.
Las resistencias de los países caribeños por la exclusión de Cuba no tenían tracción. La advertencia del embajador de Antigua y Barbuda ante la Casa Blanca y la OEA, Ronald Sanders, el 29 de abril, de que si no era invitada, los 14 países del Caricom –que tienen fuertes nexos con La Habana– no participarían, pasó sin mayor preocupación, hasta que el 10 de mayo López Obrador se sumó al reclamo. Coincidió con la información desde Brasilia de que el presidente Jair Bolsonaro, que no ha tenido contacto con Biden desde que asumió la jefatura de la Casa Blanca, pero se ha acercado al Kremlin, estaba considerando no viajar a Los Ángeles, pero tampoco generó alarma en Washington.
El condicionamiento de López Obrador lo puso en contradicción abierta con el gobierno de Biden, que no parece haber esperado una amenaza de boicot como la que le hicieron desde Palacio Nacional hace una semana. López Obrador no debe decirse sorprendido de lo que estaba haciendo Estados Unidos, a menos que el secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, lo mantuviera en la oscuridad sobre lo que estaba planteando, y que fue delineado por el secretario de Estado, Antony Blinken, en un discurso el pasado 3 de mayo en la 52ª Conferencia Anual de las Américas, del influyente Consejo de las Américas de Nueva York, donde afirmó:
“Debemos evitar caer en bloques de izquierda o derecha, liberales o conservadores, y enfocarnos en lugar de ello a ver qué es lo que nos une a las democracias. Esto significa reconocer nuestros intereses comunes en fortalecer los pilares de nuestras sociedades libres y abiertas, como el respeto al Estado de derecho, a los derechos humanos, a una prensa independiente y vibrante”.
Blinken agregó que necesitaban un manejo compartido hacia las autocracias de la región, que incluía el apoyo de aquellos grupos que, dentro de esas naciones, luchan por la libertad. Su postura, que es la de Biden, no podía estar más en las antípodas de López Obrador, que ha callado ante la represión de la disidencia en Cuba –incluso estos días cuando endureció sus medidas autoritarias–, ni dijo nada de la persecución de sus opositores en la campaña presidencial y las elecciones fraudulentas que llevaron a la reelección a Daniel Ortega en Nicaragua. Tampoco reconoció nunca a Juan Guaidó como presidente de Venezuela, y mantuvo el respaldo a Nicolás Maduro.
El choque frontal de López Obrador con Biden es más fuerte de lo que se ve. Haber recurrido a la diplomacia del grito y el trompón mañanero cerró los espacios de maniobra de Biden, cuyo secretario de Estado ha resultado bastante ineficiente en el manejo de las relaciones con América Latina, agravado por la petulancia e incapacidad para poder establecer buenas relaciones de Juan González, el responsable de América Latina y el Caribe en el Consejo Nacional de Seguridad de la Casa Blanca. Los problemas que está teniendo con la convocatoria a la Cumbre de las Américas no parten de la posición de López Obrador, sino de la falta de una política exterior en la región.
Sin embargo, la postura de López Obrador galvanizó el descontento, al haber sido formulada tras un viaje a La Habana, como si hubiera sido el mensajero del presidente cubano Miguel Díaz-Canel. No fue así, pero lo pareció. Los aliados de Cuba en la región se sumaron a López Obrador, que aprovechó la debilidad de Biden y su vulnerabilidad política, reflejada en la aprobación de 43.4% de los estadounidenses, cinco décimas debajo de Donald Trump, que quiere ser una vez más presidente en 2024. Está lejos el inquilino de Palacio Nacional de ser una figura determinante en el proceso electoral estadounidense, pero no así en las consecuencias que ello pueda acarrear en el largo plazo.
El condicionamiento de López Obrador a su participación en la cumbre beneficia políticamente a Trump, cualquiera que sea el desenlace. Si su silla es ocupada por Ebrard, habrá sido un descolón de su socio comercial y su aliado en contener la migración. Si finalmente asiste, habrá sido luego de concesiones de Biden a esas tres naciones, de las cuales sólo Cuba estaría en condiciones objetivas de asistir. Maduro no podría viajar porque hay un proceso activo en su contra y no querrá arriesgarse a que lo detengan. Ortega no se encuentra en esa situación extrema, pero el gobierno estadounidense ha congelado activos de su familia, a la que ha acusado de lavar dinero.
Al no poder resolver el entuerto el embajador de Estados Unidos en México, Ken Salazar, Biden y Blinken despacharon a México al consejero especial para la cumbre y uno de quienes la presida, Christopher Dodd, un político con larga experiencia y gran conocimiento de México, aunque no de López Obrador, con quien conversará hoy. La visita será crítica para la cumbre y nadie puede saber cómo terminará.
Por lo pronto, en el corto plazo, el oportunismo del Presidente mexicano ha resultado exitoso y si se llegara a cambiar la convocatoria, podrá reclamar para sí una victoria al haber logrado que Biden se comiera sus palabras y rectificara las invitaciones. Pero por lo mismo, es un trago amargo que no se olvidará. Las consecuencias, probablemente, las veremos no dentro de mucho tiempo. Canjear los intereses nacionales por tres dictaduras, es algo que no se olvidará.