El proceso electoral en Francia es revelador por donde se le vea. En la historia reciente no se había presentado un escenario tan atípico e interesante a la vez, lo cual nos debe convocar a analizarlo.
En primer término, nos encontramos frente al declive de los partidos tradicionales y sus formas antiguas de hacer política. Los ganadores de la primera vuelta no pertenecían ni al Partido Republicano o al Socialista, fuerzas de gran peso histórico en el país, que habían fincado la realidad electoral en los tiempos recientes.
Es de notar el lanzamiento de candidaturas competitivas que no responden al eje ideológico tradicional izquierda-derecha, sino que, en todo caso, buscan alejarse de dicha dicotomía y buscaron atraer a electores simpatizantes de los dos polos a través de sus propuestas. Sin duda, buscaron hacer efectivo en votos el descontento social y económico en el país.
También es interesante ver que obtuviera tres de cada diez de votos una candidata que abiertamente criminaliza, con claros sesgos raciales, a los creyentes de una fe y que además, busca romper con la Unión Europea. Es llamativo ver una elección que tuvo el 77% de la participación en la primera vuelta y en la segunda el 65% de asistencia. Es interesante ver que casi veintiún millones de electores creyeron en un candidato de 39 años, quien ahora será la cabeza más joven del estado galo desde los tiempos de Napoleón.
Sin embargo, quizás lo que más llamó mi atención de esta contienda fue notar que el protagonismo del proceso lo llevan las propuestas, no las caras. Francia atesora una democracia que se finca en las ideas que se debaten, que se transmiten por medios masivos como la televisión y con las cuales las candidaturas están casadas.
Recuerdo uno de los mensajes de campaña. El video inicia en una plaza llena de personas de todos los colores y edades que se mantienen inertes, en silencio, viendo hacia la cámara. Esperan, algo está a punto de suceder. Comienzan a moverse y entiendes en ese momento que es una coreografía. Una voz de fondo que combina la poesía y un programa político se convierte en la protagonista. Se presenta al candidato, se llama Philippe Poutou y aspira a la presidencia de Francia. La cámara es testigo de la interpretación de sentimientos en esos cuerpos, del ondear de las banderas y del monólogo de demandas para construir justicia social en el país galo. El video ya está terminando, los bailarines generan una formación y, por dos segundos nada más, vemos arribar al centro de la coreografía a Poutou con el puño en alto. Quieren impulsar un programa anticapitalista.
Por momentos parece que estamos frente a una coreografía de Pina Bausch. Por otros, la voz nos traslada a demandas que llevan decenas de años presentes. Podría parecer simplemente una excentricidad. Pero deja claro qué ideas defiende y por qué las defiende. Los mítines y promocionales de Macron, Le Pen, Mélenchon, Fillon, Hamon y demás contendientes a la presidencia son iguales en ese sentido. Le dedican todo el tiempo posible a discutir y argumentar a favor de sus propuestas. Plantearon desde el día uno qué harían y cómo lo lograrían.
La relevancia que tiene “el programa” para la sociedad francesa debe ser un modelo para nuestro país, aquejado de ofertas políticas que juegan más a bailar, besar y tomarse “selfies” con los asistentes de los actos de campaña que a enunciar el futuro que quieren construir y sus vías para lograrlo.
Sólo por curiosidad me puse a ver los videos promocionales de las candidaturas al Estado de México. Sonrisas plásticas, producciones millonarias, promesas incomprensibles, vaguedad técnica, irresponsabilidad financiera y, finalmente, deseos de prosperidad y dicha propios de quien se encomienda a una figura celestial. Eso fue lo único que encontré.
De ocurrencias ya tuvimos suficiente. Si algo debemos aprender de Francia en estas elecciones, sin duda alguna, será convertirnos en una sociedad que entregue su respaldo únicamente a quien pueda argumentar en sus ideas un futuro compartido.