El 19 de septiembre no sólo se registró un terremoto de magnitud 7.1 que causó numerosas pérdidas humanas y considerables daños materiales en varias ciudades de México. No fue un terremoto más pues no sólo cayeron piedras, edificios enteros o estructuras que parecían difíciles de derrumbar. Los mexicanos fuimos testigos del colapso casi inminente de un sistema que ha sufrido varios años de agonía por negarse a reinventarse y que, con el terremoto, sufrió un golpe prácticamente definitivo.
El 19 de septiembre sucedió el parto tan anunciado, ese momento profundamente doloroso donde, esas dos energías que han estado chocando cada vez más rápido y más fuerte; las contracciones del México que se resiste a las transformaciones más profundas y la expulsión del México que no ha dejado de creer ni crear, de luchar y servir a otros, finalmente llegaron a su clímax.
El terremoto aceleró el parto y nació esta nueva conciencia colectiva con una fuerza mucho mayor a la energía liberada por el terremoto. Los días posteriores al parto han sido muy dolorosos, pero en ese dolor la unidad entre mexicanos y la esperanza han encontrado su razón de ser. La naturaleza sacudió millones de corazones que sentimos un llamado inmediato e impostergable: salir a reencontrarnos, a reconocernos, a revalorarnos a reunirnos y organizarnos para salvar vidas, para resanar, reparar, reconstruir y resurgir juntos.
Santiago Pando nos lo había anticipado: “un sistema es un conjunto de creencias que, cuando dejan de creerse, colapsa y nace algo nuevo”. El sistema del egoísmo que ha corrompido todo y que ha causado tanto daño, miseria y dolor, sufrió un golpe brutal después del sismo. Tal como afirma Pando, la naturaleza nos movió a comportarnos de manera natural: ayudando a los demás. Los mexicanos estamos dejando de creer en todo lo que nos divide, colores, estereotipos, etiquetas, muros, prejuicios para poner toda nuestra atención y energía en todo lo que nos une pues lo que nos une es lo que nos salva.
En unas cuantas horas, la tierra logró sacudirnos a todos, mover nuestras prioridades, sin importar edad o condición; nos abrió los ojos para redescubrir lo que habíamos dejado de ver hace mucho tiempo porque estábamos distraídos: que somos un solo cuerpo y que cuando una parte sufre, al cuerpo entero le duele. Inmediatamente sentimos la necesidad de ayudar con lo que pudiéramos, de salir sin importar la hora, la lluvia, el frío. De mover piedras, escombros, mandar mensajes para convocar a más voluntarios en redes, solicitar ayuda dentro y fuera del país, abrir centros de acopio, comprar víveres, medicinas, herramientas, formar cadenas humanas, preparar comida, construir albergues, hospedar a quienes perdieron todo.
Los mexicanos lo estamos logrando, nos estamos demostrando unos a otros que sí se puede, que tenemos la capacidad de coordinar, organizar y activar lo que ni el gobierno es capaz de hacer. Lo estamos creyendo porque lo vemos y lo vemos porque lo estamos haciendo realidad. El reto es NO soltarnos ni perder el ánimo ni bajar la guardia conforme pasen los días, no pensar en el pasado ni dejar que la voz del juicio apague nuestra mente, la voz del cinismo nuestro corazón y la voz del miedo el poder de nuestra voluntad.
México está más vivo que nunca, el país late más fuerte porque son millones de corazones en sincronía, esa unión de dos tiempos y dos hemisferios que nos hacen ser uno. La naturaleza nos recordó a tiempo que es hora de ajustar nuestras prioridades, de ahí que estamos decididos a re-imaginar y re-conectar a un país que está listo para dar ejemplo de cómo re-construirse y re-nacer desde los escombros y a pesar de su clase política. Los jóvenes no descansaremos hasta lograrlo, tal como lo hemos hecho los días inmediatos al terremoto.
Esta reconstrucción implica re-imaginar completamente un sistema que nos distrajo para alejarnos de nuestra propia esencia, de esa capacidad infinita de amar y servir, de ver por los demás, de tener confianza y ser solidarios; un sistema cuya prioridad fue imponernos razones que nos llevaron a separarnos por mucho tiempo, que nos hicieron creer que somos distintos, que no podemos soñar juntos, que siempre tenemos que competir y que para ganar hay que pasar por encima de los demás.
Por décadas México ha funcionado de manera jerárquica, piramidal, adorando a los tlatoanis, no importa de que partido sean. Esa pirámide se sigue derrumbando tras el sismo y el gobierno quedó rebasado porque los ciudadanos decidimos unirnos y organizarnos horizontalmente, porque la necesidad nos obligó a ser más creativos, a buscar nuevas formas para comunicarnos, apoyarnos y salvarnos. Hoy, desde la sociedad civil emergen nuevos liderazgos con legitimidad porque aman y sirven en un momento donde el vacío de liderazgo en los gobiernos se hizo más evidente ya que la mayoría de los políticos dejaron de amar y de servir hace mucho tiempo.
El terremoto llegó en el momento perfecto, antes de una coyuntura electoral que busca dividir profundamente a los mexicanos. No lo podemos permitir. Hoy les decimos a los políticos: primero, vamos a luchar y a exigir que nuestro dinero se utilice primordialmente para reconstruir un país al que han lastimado profundamente, no para financiar sus campañas políticas. Segundo, vamos a buscar cambios de fondo que transformen completamente al gobierno y su forma de operar pues resulta obsoleta y demasiado costosa para lo poco que sirve. El diálogo tendrá que ser el punto de encuentro.
Los mexicanos no podemos soltarnos en un momento en el que sólo unidos podremos transformar definitivamente y reconstruir nuestro país desde sus raíces profundas. Hoy más que nunca es evidente que a esta patria, un soldado y rescatista en cada hijo le dio. México llora pero no se rinde porque su voluntad de renacer es mucho mayor que su dolor por tanta pobreza, corrupción e injusticia. No permitamos que México vuelva a la (a)normalidad, no dejemos que el egoísmo y la indiferencia nos vuelvan a separar. Lo que la naturaleza unió, que no lo separe el hombre. Dicho de otra manera, lo que el terremoto unió, que no lo separen los políticos.