Los recursos públicos están sujetos a una maraña legal diseñada para prevenir que se desvíen o utilicen indebidamente. Esos recursos públicos incluyen el presupuesto, claro está, pero también una serie de instrumentos –muebles, inmuebles, aparatos y personal– que por norma están destinados sólo y exclusivamente al ejercicio de la función pública.
Abundan los ejemplos y las anécdotas de los abusos en el uso de esos recursos en tiempos pasados. Las denuncias sobre esas indebidas e injuriantes conductas muchas veces corrieron a cargo de la izquierda, que reclamaba la deshonestidad de gobernantes que se aprovechaban de lo público tanto para fines privados como para fines partidistas.
Algo del éxito del discurso de honestidad de Andrés Manuel López Obrador se debió a que supo proyectar una potente imagen de austeridad al trasladarse en Tsuru, mientras las caravanas de Suburbans de presidentes y gobernadores –y sus extensas familias– en turno calaban en el ánimo de una sociedad harta de influyentismo y despilfarro.
¿Pero qué pasa ahora, cuando esa izquierda ha llegado al poder en la Federación y en no pocos estados?
El Tsuru es historia en el caso de López Obrador. Pero hay que acreditar a AMLO el haber disuelto el Estado Mayor Presidencial, el viajar casi siempre en aviación comercial y que sus caravanas de Suburbans están muchas veces cerca de la gente, incluso en ocasiones demasiado. Es decir, en eso todavía hay una distancia muy clara entre él y el pasado.
Sin embargo, en el reciente proceso de revocación de mandato y en ocasión de las elecciones en seis entidades estamos viendo que funcionarios públicos del movimiento lopezobradorista incurren en conductas que podrían acercarlos al gelatinoso mundo de la discrecionalidad en el uso de los recursos públicos.
En la revocación el ejemplo más problemático fue el de Adán Augusto López Hernández, de quien se denunció que utilizara una aeronave de la Guardia Nacional para promover una consulta cuya realización por principio de cuentas ni suponía una de sus obligaciones como titular de Gobernación, y que al promover ese ejercicio desestimaba la ley que le impedía eso.
Andrés Manuel el Presidente no se amilanó frente a los señalamientos de esa irregularidad, conducta que Andrés Manuel el opositor hubiera protestado ruidosamente.
Y menos parece importarle al gobierno federal que en estos días de campaña en seis estados que renovarán gubernatura, altos funcionarios como el propio Adán Augusto, el secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, y la jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, hagan turismo electoral en esas entidades para apoyar a candidatos de su partido.
¿Estas giras suponen desvío de recursos públicos? Se trata de importantes funcionarios, que vayan donde vayan deben contar con protección y apoyo logístico ante cualquier contingencia. ¿Quién paga eso? ¿El partido? ¿La campaña? ¿Ellos? ¿Reportan los candidatos morenistas a las respectivas autoridades electorales el uso de vehículos y viáticos de los visitantes como donaciones en especie?
En estricto sentido cada uno de los funcionarios tiene a salvo sus derechos políticos, pero tiene también una obligación de servir a todos los mexicanos y no privilegiar a los de su cuadra. ¿Cómo concilian eso?
Y los que encima se saben precandidatos presidenciales, al ausentarse –así sea por horas– de su obligación pública para dedicarse a un acto proselitista donde no sólo apoyan, sino buscan apoyos, ¿no están incurriendo en alguna falta a sus responsabilidades?
No son cuestionamientos exquisitos. Esta izquierda puede estar abonando al retorno de abusos y una inequidad electoral que cuando era oposición reclamó, con toda razón, fuertemente.
Más que alejarnos, parece que estamos regresando al pasado.