Emilio Lozoya Austin se ha convertido en el símbolo de la corrupción del sexenio de Enrique Peña Nieto, que ya es mucho decir.
Javier y César Duarte o Roberto Borge, gobernadores de excesos, escándalos y desfalcos, eran compañeros de andanzas de EPN, pero su destrampe –que contemporanizó con el sexenio peñista en el que se fugaron para luego ser detenidos– empezó antes de 2012.
Se puede decir que Lozoya, en cambio, desembarcó en México luego de residencias en el extranjero para, fundamentalmente, integrarse al equipo de Peña Nieto; primero en la campaña presidencial, luego como parte de su transición y, finalmente, como director de Petróleos Mexicanos.
Mas tuvo una carrera corta en el servicio público: en febrero de 2016 deja la dirección de Pemex por choques con el poderoso Luis Videgaray, no por la corrupción de Odebrecht, caso que se conocería meses después, por el acuerdo de la empresa brasileña con autoridades estadounidenses, revelado en diciembre de ese año.
En poco tiempo Emilio pasaría de exfuncionario sin cartera, consentido por apenas unos cuantos peñistas, entre ellos el influyente peñista Aurelio Nuño, a ser un peso muerto.
Fue cuestión de meses para que comenzaran a publicarse los detalles de la corrupción de Odebrecht en México. Entre otros, reporteros de Quinto Elemento, primero, y Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad (MCCI), después, aportaron detalles sobre los sobornos brasileños en suelo mexicano. El destino de Lozoya estaba echado, pero él se defendió con el guion clásico de estos casos: es mentira, todo es una campaña (en corto llegó a decir que incluso consideraría demandar a periodistas que lo señalaban) y, como los Duarte y Borge, finalmente huyó al extranjero.
Hace año y medio fue detenido en Málaga, España. Negoció su repatriación y nunca, hasta ayer, había pisado un juzgado, ya no digamos la cárcel.
La Fiscalía General de la República le otorgó toda clase de beneficios –al punto de que hubo quien llegó a pensar que quizá ni estaba en México, pues hasta las audiencias tapiaron– a cambio de una declaración que ayudara a las autoridades a emprenderla contra Peña Nieto, Videgaray y prominentes panistas.
La narración que aportó Lozoya tiene indicios claros de corrupción –pagos a asesores extranjeros en la campaña del mexiquense–, pero también tintes de venganza política al gusto de Andrés Manuel López Obrador.
Una periodista incluida en la denuncia, Lourdes Mendoza, rechazó las imputaciones del exdirector de Pemex, contraatacó judicialmente y se ha convertido en artífice del encarcelamiento de Lozoya: las fotografías que publicó de éste en el restaurante Hunan se le atragantaron a una FGR que no ha podido probar ni una de las imputaciones de su consentido. Ayer vimos el fin de ese capítulo: la fiscalía pidió prisión para su testigo de lujo.
Para más INRI de Emilio, los colegas de Quinto Elemento publicaron la semana pasada una contabilidad secreta de Odebrecht por 9 millones de dólares en sobornos en nuestro país, distintos a los 10 millones reconocidos en 2016. Algunos de esos pagos ya habían sido revelados por Raúl Olmos en MCCI, pero los nuevos detalles antes que servir de coartada a Lozoya –“no fui el único”– lo hunden más: Odebrecht, que le pagó por servicios “del pasado”, estará en el ojo del huracán.
¿Qué sigue? La fiscalía usará la prisión para apretar más a Lozoya, no para corregir una averiguación que parecía destinada a satisfacer a AMLO antes que a procurar justicia.
En ese mismo sentido, y aprovechando el momento de popularidad que gozará por encarcelar a Emilio, Alejandro Gertz Manero podría emprender una serie de coletazos judiciales, más para ganar aplausos y encontentar a su jefe, que para probar la corrupción. Cada quien su juego. El del fiscal es quitarse de encima presión, no procurar justicia.
En esta hora cero de Emilio Lozoya lo que parece más sólido es su dicho sobre los pagos a asesores extranjeros de la campaña de Peña Nieto, que podría probar con el registro de las transferencias electrónicas.
Si eso se comprueba ante un juez, entonces la presidencia del mexiquense es resultado de una campaña espuria, con pagos exorbitantes e ilegales. Y entonces sí, debieran ser llamados a declarar Peña Nieto y Videgaray, para empezar. Pero al jalar ese hilo es imposible no hacer lo propio con otros pagos de Odebrecht en México, como los que hizo hace década y media al gobierno –es un decir– del hoy neomorenista Leonel Godoy en Michoacán.
En pocas palabras, demasiados saldrían salpicados si la FGR se toma en serio la labor de investigar esos sobornos.
A nadie del peñismo le conviene que Lozoya hable. Él creyó que eso era su ventaja. Hoy es su gran debilidad: muchos querrán que él sea el único símbolo de la corrupción de ese sexenio. El fiscal se debe estar frotando las manos.