De la Encuesta Nacional de Población Privada de la Libertad (Enpol) 2021 se pueden extraer datos de parte de la realidad mexicana en términos de justicia.
Cosa de ver, por ejemplo, el perfil educativo de los presos: en los resultados de ese ejercicio del INEGI, publicados en diciembre de 2021, 69.7% tenía sólo educación básica; por el contrario, de toda la población privada de la libertad sólo 6.1% reportaba estudios de educación superior.
En la Enpol 2021 también se contrasta la diferencia entre haber contado, a la hora del juicio, con un abogado privado o uno de oficio: 53.8% de los presos con abogado de oficio dice que su defensor le recomendó declararse culpable y optar por un procedimiento abreviado. Sólo 35.9% de quienes tuvieron defensa pagada recibió similar consejo.
Esa disparidad de desempeño es una constante: mientras 71.8% de los presos con defensa privada dice que su abogado presentó una apelación, sólo 47.1% de los defendidos por abogados de oficio apeló. La defensa pagada presentó elementos para probar inocencia en 60.7% de los casos, cifra que en el caso de defensores de oficio cae a 27.2%.
A quién sorprende que sean los que menos acceso han tenido a educación, para empezar, los que más pueblan las cárceles de México; o que en el juicio los defensores que ofrece el Estado tengan peor performance que aquellos contratados por el encausado.
Ese es el contexto de la acometida que Andrés Manuel López Obrador emprenderá, con renovada energía, en contra del Instituto Nacional Electoral y de jueces y magistrados.
Porque no es casual que el miércoles pasado, en el mismo día en que fustigó al INE, se haya referido también a la Suprema Corte al atribuirse que es gracias a él que ahora ha llegado a presidir el Poder Judicial la ministra Norma Piña.
Aunque la pugna entre AMLO y los consejeros electorales es añeja, los epítetos presidenciales en contra del INE de la semana pasada –”una casta divina, una burocracia dorada del INE y de otros organismos que le cuestan mucho al pueblo, le cuesta mucho mantenerlos, esos son organismos mantenidos y buenos para nada”– son una expresión que el tabasqueño formula para dejar establecido que cualquiera que defienda el actual modelo electoral en realidad está a favor de una élite onerosa.
El día que dijo eso, el 8 de febrero, el Presidente fue cuestionado sobre si confiaba en la Suprema Corte. Esto respondió: “No, no, no, pero es importante la separación de poderes. O sea, ustedes imaginan el cambio que significa. O sea, la señora presidenta de la Corte –para hablar en plata– está por mí de presidenta”.
La Suprema Corte tiene ya en sus manos dos de las seis reformas del llamado plan B electoral de López Obrador, paquete de iniciativas aprobado por la mayoría legislativa del Presidente que diversos actores han denunciado como violatorio de la Constitución y riesgoso democráticamente. Cuando el Senado apruebe las cuatro restantes, cosa que se dice que es cuestión de días, entonces en los 11 ministros estará el definir si el INE subsiste como lo conocemos hasta hoy, o si surge la versión que pretende AMLO.
Si la Corte determina cancelar el plan B, el ocupante de Palacio Nacional la emprenderá contra las y los ministros, y contra jueces y magistrados por igual. Quizá diga, como con el INE, que son una casta divina. Y habrá un amplio segmento de la población que, con razón, siente que el modelo judicial no le hace justicia sino a quien puede pagarla, que estará escuchando muy atentamente la arenga presidencial.