El mensaje tuvo un elevado costo político y económico, pero fue rotundo. Ahora, sin embargo, aquella contundencia se reblandece.
El 30 de octubre de 2018 –dos días después de anunciar la cancelación del aeropuerto de Texcoco y un mes antes de asumir el poder presidencial–, Andrés Manuel López Obrador dejó en claro tres cuestiones: no sería un florero, no estaría de adorno y traía un mandato. Aun así y por si hubiere duda, en la mesilla contigua al presidente electo se dispuso, como quien no quiere la cosa, el libro: ¿Quién manda aquí?: La crisis global de la democracia representativa. Aquella compilación de ensayos, prologada por el español Felipe González. El mensaje fue diáfano. Si se reconocía el triunfo electoral, obligado aceptar la consecuencia política. El tabasqueño no sería el payaso de las cachetadas.
Esa postura la reiteró a la mitad del mandato, pese a los claroscuros que ya desde entonces marcaban y marcan su gestión. A tres años de ejercer el poder presidencial, en la plancha del zócalo, el mandatario ratificó su credo: nada de correrse al centro, quedar bien con todos, levar anclas en los principios, desdibujarse ni zigzaguear. Varió ligeramente la formulación de la postura, pero fue prácticamente la misma.
No cambió el mandatario, pero sí el contexto. La esperanza comenzó a diluirse. El manejo de la pandemia dejó qué desear. El saldo de las elecciones intermedias amplió el dominio territorial de Morena –no en la capital de la República y otras ciudades–, pero lo redujo a nivel distrital, perdiendo margen de maniobra en el Legislativo. El anuncio sin presentación de nuevas reformas constitucionales ahondó la incertidumbre. La expectativa generada –a excepción del ámbito laboral y fiscal– no ha sido satisfecha hasta ahora. Algunos postulados del proyecto entraron en colisión con intereses poderosos o en desacuerdo con importantes sectores sociales, imponiendo freno a la inversión y restando impulso a la acción de gobierno. El error de precipitar la carrera sucesoria vició la tarea gubernamental y legislativa. Los pleitos entre importantes colaboradores o el choque de sus intereses personales, dejaron ver una crisis en el equipo cercano del mandatario. Cambió el contexto, pero no la postura, siendo que el momento exigía un ajuste.
Hoy, el mando presidencial resiente esa circunstancia. Cuando no incurre en contradicción, tropieza o se desalinea y, sin querer, replantea la pregunta que Andrés Manuel López Obrador quiso responder aun antes de hacer suyo el poder presidencial. Ante tal desconcierto, el mandatario actúa como si nada estuviera ocurriendo o pretendiendo hacer creer que no hay confusión.
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El campo donde son más notorios los tropiezos, las contradicciones o la confusión es en el diplomático.
Ante el conflicto desatado por Rusia, una es la política exterior que tienta a la Presidencia, otra la que por fortuna despliega la cancillería y una más la impulsada en la Cámara de Diputados, que da pie a los excesos de los embajadores de Estados Unidos y Rusia, Ken Salazar y Víctor Koronelli. Mal, muy mal parado queda el Estado. ¿Cuál es la política exterior?
Ese asunto agrega una complicación a la relación económica, comercial y ambiental con Estados Unidos. La reforma eléctrica provoca rispidez con el vecino del norte, al cual a veces se le venera como socio comercial y a veces se le mira como el imperio del mal. Y, en la indefinición o contradicción, obliga a hacer malabares a la Secretaría de Economía y a la de Relaciones Exteriores.
¿Cuál es la prioridad en esa relación y quién la fija? Dicho de otro modo, ¿quién manda ahí? El cuestionamiento no apela a imponer disciplina y exigir lealtad ante el dictado presidencial, insta a poner en juego la inteligencia, útil al propósito de resolver problemas sin renunciar a principios.
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Algo semejante ocurre con la política de seguridad pública.
Ahora se oyen más balazos que se ven abrazos y se revive la pobre e inaceptable justificación de las matanzas, atribuyéndolas a la disputa entre cárteles o bandas. Al mismo tiempo, cada vez es más evidente un giro en el rol de la Fuerzas Armadas, pasaron a la acción o, al menos, a intentar el rescate de plazas asoladas por el crimen y, quizá, por ello, ahora se apresan a más cabecillas criminales. Hay, pues, un cambio en la práctica aun cuando no en el discurso.
En medio de ese ajuste hecho en silencio se asegura que la estrategia funciona y aflora una contradicción: si es así, por qué reformar otra vez la Constitución para adscribir la Guardia Nacional al Ejército. ¿Por qué arreglar lo que supuestamente no está descompuesto? Suena absurdo. Como quiera, de llevarse a cabo esa reforma, sin la Guardia qué caso tendría la Secretaría de Seguridad. Las pobres facultades y funciones restantes podrían devolverse a Gobernación.
¿Cuál es el plan? ¿Quién manda ahí?
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No otra cosa ocurre en la política del Ejecutivo ante el Legislativo.
En el último mes del periodo ordinario, el mandatario lo insta a sacar en sus términos la iniciativa del sector eléctrico y le anuncia que en breve enviará la reforma del régimen electoral que, sin duda, incrementará la tensión entre los grupos parlamentarios aliados u opositores al régimen. Y, según esto, es inminente la presentación de la reforma relacionada con la Guardia Nacional. En todos los casos, sin contar la mayoría calificada para aprobarlas.
Tal atosigamiento al final del periodo legislativo revela ausencia de prioridades legislativas. En suma, un mando claro.
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La pregunta que creyó responder Andrés Manuel López Obrador aun sin asumir el poder, hoy la replantea él mismo al ejercerlo: ¿Quién manda aquí?