No es inusual maximizar –radicalizar, se dice ahora– reclamos, demandas, pretensiones, posturas u objetivos y, así, tomar ventaja en la negociación o la acción política.
No, no es extraño aplicar ese recurso, sobre todo, cuando se siente contar con fuerza y energía. Sin embargo, cuando se abusa de esa táctica y se posterga una y otra vez el acuerdo o se prolonga de más la acción en turno, la incertidumbre comienza a gobernar el curso de los acontecimientos y la desesperación a dictar los siguientes pasos.
A las puertas de ese peligro está Andrés Manuel López Obrador, quien se aleja así de la revelación que hizo al alzarse con la victoria electoral: “confieso que tengo una ambición legítima: quiero pasar a la historia como un buen presidente de México”.
Cuanto está ocurriendo reconfirma lo dicho en el anterior Sobreaviso: “El presidente López Obrador conserva el poder, pero no está claro si el control y la capacidad de atender tantos frentes abiertos”.
Si el mandatario quiere hacer una pausa, la más indicada es dejar de cultivar la incertidumbre y recalcular las posibilidades del poder restante.
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En el absurdo lance presidencial de pausar la relación con España hay quienes quieren ver una maniobra distractora, una obcecada fijación o un desliz del inconsciente, pero no sólo es eso.
Ese episodio se engarza con otros y refleja tres cuestiones. La manía de generalizar actos o hechos particulares, la desesperación como consejera del fastidio y la pérdida del control, por no decir del sentido de realidad ante una muy compleja circunstancia.
Esa declaración no es un hecho aislado. Se suma a una serie de acciones y pronunciamientos que marcan un giro sin cálculo ni control de la postura presidencial y con tintes contradictorios, sí, ante el exterior, pero también ante la prensa, el crimen, la acción legislativa, el partido en el poder, la inversión extranjera, los movimientos sociales e, incluso, la sucesión presidencial.
Un extravío justo cuando la inflación y la falta de crecimiento frenan la recuperación y perfilan una estanflación. Justo cuando es menester flexibilizar, en vez de endurecer o radicalizar posturas.
Cultivar la incertidumbre puede hacer de un huracán, un tobogán.
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Cuanto hoy sucede es consecuencia de los pasos dados, aun antes asumir la jefatura del Estado.
La integración del gabinete respondió a diversos factores. Cumplir compromisos adquiridos en campaña, con quienes sin compartir al cien los postulados, ayudaron a acceder al poder. Premiar a quienes apoyaron sin chistar, aunque carecieran de habilidad para gestionar y administrar proyectos, políticas, programas y obras. Colocar a cuadros de absoluta confianza, en posiciones clave.
Con ese equipo que parecía hablar de pluralidad y no de incompatibilidad, se emprendieron acciones de gobierno sin dominio de la administración, confundiendo la prisa con la velocidad y convirtiendo la conferencia matutina en instrumento de gobierno. Así, a la dificultad de proyectar un futuro sin asegurar el presente se agregaron otras: un mal cálculo de los recursos humanos, administrativos, legales y económicos para desatar sin jerarquizar aquellas acciones y un mal cálculo de las zancadillas y los tropiezos con que la administración se toparía.
El efecto no tardó en resentirse y, luego, con la pandemia encima se agravó la situación. La enfermedad se entendió como oportunidad y no como adversidad y, bajo esa idea, en vez de pausar y reajustar el proyecto, se resolvió acelerar y continuar como si nada… sólo lamentando el confinamiento que impedía gobernar desde la plaza.
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Los siguientes pasos fueron más atrabancados.
Se descargó del equipo a quienes cuestionaban términos y ritmo de la gestión; se privilegió la obediencia sobre la capacidad; se sorteó a la burocracia, haciendo del Ejército eficaz y disciplinada fuerza de tarea de uso múltiple, sin acción ofensiva contra el crimen; se cargó contra instancias, normas y personalidades que ponían obstáculos o resistencia; se concentró al partido en las elecciones intermedias, donde se jugó media república;… y se sostuvo, contra pandemia y marea, el plan original.
El resultado electoral fue paradójico. El movimiento expandió su presencia territorial, pero la redujo a nivel distrital y perdió la mitad del importantísimo enclave electoral que es la Ciudad de México. La prisa derivó en desbocamiento y la desesperación en angustia. Se precipitó absurdamente la sucesión, se anunciaron iniciativas de reforma constitucional que ahondan la incertidumbre y atemorizan la inversión, se radicalizó la postura presidencial; se hizo de la revocación y la ratificación una prioridad y, en el colmo del absurdo y la adversidad, llegó la cuarta ola pandémica que golpeó aún más la recuperación.
Comenzaron a ser más los tropiezos que las zancadillas.
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En vez de hacer una pausa, replantear la estrategia y recalcular el proyecto, se han comenzado giros no exentos de contracción.
Ahí se explican los errores cometidos en la relación con Nicaragua, Panamá, Austria, España y, sobre todo, con Estados Unidos. El tardío rescate militar de regiones y plazas dejadas en manos del crimen. La contención de movimientos sociales tolerados pese al daño provocado a la economía o la ciudadanía. La incapacidad de Morena para seleccionar candidatos sin provocar divisiones y de establecer canales de comunicación con cuadros y militantes. La ríspida relación con la prensa a veces llevada al terreno personalizado, cuando los asesinatos de periodistas son tema del día.
Si de hacer pausa se trata, la indicada es dejar de cultivar la incertidumbre y recalcular las posibilidades del poder restante. Dar certeza y perspectiva.