Caminar en un campo minado con una venda en los ojos es peligroso, pero lo es más cuando el artefacto explosivo han sido sembrado a ciegas por uno mismo.
Ojalá uno de estos días, el presidente Andrés Manuel López Obrador hiciera un voto de silencio y, en contraste a la costumbre, escuchara el crujido de algunos asuntos promovidos o tolerados por él. Cuestiones que, en su estremecer, podrían colocarlo ante nuevos apuros, frustrar la pretendida transformación o simplemente estallarle. Problemas que, conforme avanza hacia su final el sexenio, serán de más difícil solución.
Cada vez es más evidente cómo en distintos sectores sociales y entidades federativas anida un malestar, ante el cual no bastará alargar la conferencia presidencial matutina ni adoptar medidas o emprender acciones para elevar la popularidad del Ejecutivo.
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Bajo la argucia de respetar el federalismo y la autonomía de las fiscalías, en Morelos se deja crecer la violencia criminal y la inseguridad pública que, hace ya casi un cuarto de siglo, conculca el derecho ciudadano a la vida, la integridad, el patrimonio, el tránsito, el trabajo, así como a la paz.
Pese a la experiencia en un buen número de estados del peligro supuesto en el vínculo de la política y el delito, en Morelos se está dejando al azar la pusilanimidad, quizá impunidad, del gobernador Cuauhtémoc Blanco.
Los dividendos de postular a un personaje con popularidad tienden a convertirse ahora en pérdida de credibilidad no en ese gobernante, sino en los partidos que lo postularon. Encuentro Social –el cual Eric Flores llevó a la bancarrota– no resentirá el efecto, pero sí Morena que apoyó esa candidatura.
¿Hasta cuándo el gobierno federal y su partido mirarán las fotos de Blanco con criminales, una de ellas bajo auspicio de la Iglesia, en particular de la parroquia de Yautepec? ¿Hasta cuándo se esclarecerá el asesinato del activista Samir Flores que, según las narcomantas, fue un favor a socios o títeres del crimen en Morelos? No se puede tapar el cañón de un fusil automático con un dedo. ¿Cuántos estados más se van a dejar en manos del crimen?
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Si el trato gubernamental a los profesionales de la salud con motivo de la pandemia generó malestar en un gran sector de ellos, igual sentimiento se provocó en los enfermos y sus familiares por la falta de medicamentos; o en los estudiantes, académicos, investigadores y científicos embestidos por la política oficial sin rumbo; o en las mujeres que, en lucha por sus derechos, han tenido por respuesta oficial el desdén; o en las madres sin guardería donde dejar a sus hijos… ahora, por lo visto, el turno para anidar esa molestia toca a los miembros de carrera del servicio exterior, interesados en coronar su carrera como embajadores.
Cierto, el nombramiento de personalidades del ámbito político y cultural como cónsules o embajadores ha enriquecido a la diplomacia, pero no siempre ha sido así. Cierto, esa costumbre ha sido práctica de los gobiernos sin importar su signo. Cierto, en la reciente propuesta presidencial de nombrar embajadores a algunos deslustrados políticos, intelectuales o amigos se quiso atemperar el muy probable malestar de los diplomáticos de carrera, ascendiendo a seis ministros al rango de embajadores y anunciando un concurso para ser embajador o cónsul general en diez plazas, por lo pronto inexistentes.
Cierto todo eso, como también que algunas de las designaciones propuestas son lamentables. Sea porque los beneficiados son impresentables –dicho con suavidad–; porque ocuparán plazas donde la coyuntura exige profesionales; porque van como simpatizantes del gobierno que los recibe, pero no como representantes del que los envía; o porque, de plano, son cuates.
¿Por qué irritar a un sector más? ¿Por qué desprestigiar a la diplomacia?
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La comedia de errores legislativos, políticos, electorales y presupuestales que resume el ejercicio de revocación del mandato no promete un final feliz y sí un despilfarro y un enredo.
Violentado el principio de no retroactividad, mal legislado y reglamentado el instrumento, torturado el lenguaje con la pregunta que por naturaleza exige, movida la fecha de su realización y elevado así su costo, y recargada sobre el organizador la responsabilidad del Estado en su conjunto, esa pirinola amaga con caer dejando ver el lado donde dice “todos pierden”: ciudadanía, gobierno e instituto, en suma, la democracia.
Torcido el sentido del ejercicio –ratificar, en vez de revocar el mandato presidencial–, forzada su realización por falta de recursos, animada la confrontación entre el principal jugador y los porteros con uniforme de árbitro, no es aventurado llegar a una conclusión. Pese a la intención presidencial, ese ejercicio –como la consulta popular– debutará mal y no quedará incorporado a la cultura política, el Ejecutivo podrá vanagloriarse de haberlo inaugurado sin alcanzar el resultado pretendido, el Instituto saldrá lastimado o vulnerado y está por verse si la ciudadanía acude a las urnas.
¿Por qué pervertir instrumentos que bien podrían fortalecer la democracia? ¿Por qué usar ese mecanismo como ariete para golpear al Instituto? ¿Por qué el Instituto hace de la resistencia a reducir su costo y revisar su estructura, la causa mayor de su sentido?
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Ni hablar de la crisis en ciernes por precipitar el juego sucesorio; del abandono de la secretaria de Educación, Delfina Gómez, por el Grupo de Acción Política que le pedía descontar un diezmo a los burócratas texcocanos; y mucho menos de la incertidumbre que reina como gobierno a la inversión.
Ojalá, nomás por no dejar, el presidente López Obrador haga un voto de silencio, escuche el ruido y camine con cuidado entre las minas.