Este es un país con los pies de trapo y los ojos al revés… ¿quieres que te lo cuente otra vez?
Vale parafrasear la rima porque pasado, presente y futuro se han puesto en juego de nuevo. Se quieren redefinir a partir de una idea: basta contar, reseñar y predecir esas etapas de modo distinto para que el giro de los símbolos impulse el signo del cambio.
No hay novedad en el empleo del resorte. Es una práctica socorrida cuando se intentan remodelar estructuras, pero la construcción de ese discurso reclama cabal conciencia del momento y los recursos, así como enorme destreza. Sin ello, proclamar un nuevo tiempo mexicano será en vano. Aun con florituras, ese tiempo será el de antes, el de siempre, el mismo.
Estos días son buenos para revisar el pasado y avizorar el futuro sin ignorar el presente. Días para esclarecer –como se llegó a considerar al inicio del sexenio– si el país se encuentra ante un cambio de época o una época de cambios o simple y llanamente ante el cuento de nunca acabar.
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Desde el ansia –con frecuencia, la obsesión– de imprimir un carácter refundacional o transformador al sexenio es comprensible el afán por sacudir la memoria y zarandear la visión, a fin de atemperar o doblegar resistencias, vicios, costumbres, inercias, tradiciones y transas políticas que han hecho de la realidad nacional un presente continuo, una suerte de mediocridad perenne.
Es comprensible e interesante la postura oficial, pero asombran tres cuestiones. La avidez por revisar y recontar el pasado con tono autoritario, sin ánimo de debatirlo. La pretensión de modificar los símbolos sin dominar los signos, provocando un desfase peligroso entre anhelos y resultados. Y la terquedad de hablar y hablar con tal de ganar la palabra, pero sin darle oportunidad de respirar ni reposar o de brillar. La palabrería ahoga, incluso, hasta los logros.
Sin operar ajustes, recalcular posibilidades y recursos ni dejarse ayudar, la intención de repasar la historia y replantear el futuro puede perderse en el laberinto de la identidad.
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Desde el inicio del sexenio fue clara la intención presidencial de ejecutar un giro en los símbolos del poder presentes. El propósito, anunciar el cambio del signo del poder, pero dado que ello exige más tiempo obligaba a abrir el compás de espera y apretar el acelerador. Obviamente, era más fácil mover los símbolos que cambiar el signo del poder.
La mudanza de la residencia oficial al Palacio Nacional, abriendo al público la primera. El uso de un vehículo austero, en vez de camionetas lujosas. La reducción de la escolta de seguridad personal. La puesta en venta del ostentoso avión presidencial y la decisión de volar en aerolíneas comerciales. El gobernar de pie o a ras de tierra. La diaria y temprana comparecencia ante la prensa. El comer en fondas y no en saraos con la élite del poder…
Se llevó a cabo ese ejercicio y rindió frutos… hasta que dio de sí. Los Pinos quedó como un espacio de uso múltiple; el Jetta en desuso, estacionado en lugar prohibido; el avión presidencial, almacenado sin poderse vender ni rifar; el cuerpo de seguridad, en agencia de colocaciones; la conferencia matutina, en rutina, mecanismo de defensa y tribuna para descalificar adversarios, plagada de otros datos y ayuna de información precisa.
Por si algo faltara, entre sus múltiples efectos, la pandemia llevó al mandatario a acatar parcialmente y a regañadientes dos medidas chocantes con su estilo personal: confinarse y guardar distancia con la gente.
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Vino, entonces, un segundo momento en el manejo de los símbolos, fincado ya no en el presente, sino en el pasado y ya no desde dentro, sino desde fuera. Eso y un retraso con tropiezos graves en el cambio del signo.
Vino el reclamo formulado a España y El Vaticano por los abusos cometidos durante la conquista, como también el fallido y absurdo intento de rescatar el penacho de Moctezuma… Desplantes que, lejos de posibilitar la reinterpretación del pasado de consuno y desde fuera, terminaron por agriar las relaciones con aquellos Estados. Del encuentro de dos mundos se pasó al desencuentro, sin dar a luz una nueva narrativa.
Ahora, frustrada esa intención, se ensaya recontar la historia desde dentro y con otra óptica, con base en una postura impermeable al debate y la consulta. Cambio de nomenclatura de plazas, calles y eventos. Relevo de estatuas y monumentos. Ajuste de efemérides memorables, de los libros de textos y la bibliografía de la historia a partir de una revisión dictada, ajena a la posibilidad de animar la participación en la reconstrucción de ella.
Y, por lo dicho ayer por la mañana y como es lógico, se quiere rescribir la historia y escribir el futuro. Empero, como otras muchas veces, se incurre en una contradicción. Queriendo marcar la diferencia, se reincide en lo establecido: se reitera que la historia no es como la cuentan, sino como la acomoda y que la construcción de la identidad nacional es privilegio si no de los vencedores, sí de quienes detentan el poder. Moda vieja, siempre en boga.
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Es tan osada como interesante la pretensión lopezobradorista de recontar, reseñar y vislumbrar el pasado, el presente y el futuro nacional partiendo de la remoción de los símbolos, pero si esa práctica no tiene por sustento el cambio del signo del poder, el nuevo tiempo mexicano no será distinto.
Puede ensayarse una y otra vez ajustar los símbolos, pero si el significado del poder es el mismo, el calendario sexenal terminará por derrotar el ejercicio y, con el, la posibilidad de construir una identidad, producto de un nuevo acuerdo nacional.
Como siempre corre el tiempo, y un sexenio es finito. Es hora de controlar los signos, no sólo mover los símbolos.