Quizá no lo parezca, pero la crisis en materia de seguridad se profundiza y su colapso no se puede descartar.
Tal peligro urge a adoptar medidas emergentes para conjurarlo, considerando que a menos de dos años de concluir este gobierno es ilusorio replantear e instrumentar una política y una estrategia más certera y de mayor alcance. El augurio presidencial caracterizando el próximo sexenio como uno de continuidad con cambio, en este campo es ocioso.
Podrá el presidente López Obrador insistir en que él no zigzaguea, pero el sello de la política de seguridad ha sido el de la vacilación. Ir y venir que ahora amenaza con provocar un colapso con derrames hacia dentro y hacia fuera del país, dejando un pesado lastre difícil de soltar a quien finalmente lo suceda. ¡Vaya legado!
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Si en más de una política el Ejecutivo falló en el modo, tono, fondo o momento, en el caso de la seguridad pública erró por completo. Salvo en lo relativo a atender la raíz social de la delincuencia. Un acierto, sin embargo, que no sé combinó, conjugó ni acompasó con el combate al crimen profesional.
Ante el problema de la inseguridad que, desde inicios del siglo, sangra y enluta a la nación y ahora causa conflictos con las dos principales potencias del planeta, mayor no pudo ser el titubeo. La inseguridad política del gobierno hizo cisco a la política de seguridad del Estado. Un incesante trajinar que agotó la posibilidad de rectificar y colmó la necedad de ratificar la imposibilidad.
La intención de regresar a las Fuerzas Armadas a los cuarteles culminó en dejarlas fuera de ellos e integrarlas a la administración. El afán de evitar la violación de derechos humanos se tradujo en inacción y, luego, al reaccionar bajo presión, resurgió la violación de los derechos. La idea de recrear la Secretaría de Seguridad terminó en reponerla para después vaciar su función, convirtiéndola en oficina de relaciones públicas de las Fuerzas Armadas o plataforma de lanzamiento electoral. La desaparición de la Policía Federal y la aparición de la Guardia Nacional no acaba de justificarse. La idea de destacar la Guardia a la detención de criminales derivó en la detención de indocumentados.
En el colmo de la indefinición, la comprensible necesidad de contar con la coadyuvancia de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública esperando la maduración de la Guardia se invirtió, por no decir, pervirtió: la Guardia pasó a coadyuvar a aquellas e, incluso, se adscribió a la Defensa Nacional y, en breve, la Corte definirá si –como con otras iniciativas presidenciales– se violentó la Constitución.
Lejos de civilizar se militarizó la seguridad pública y se abandonó –salvo excepciones– a las policías civiles, metropolitanas, estatales o municipales. Entre lo ofrecido y lo entregado es manifiesta una profunda desconfianza en el pueblo desuniformado y una desmesurada adoración por el pueblo uniformado.
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La manía presidencial de sólo ver el fallo ajeno, pero no el error propio trastoca hasta el debate.
Ante el proyecto de resolución del ministro Juan Luis González Alcántara Carrancá, próximo a discutirse y el cual califica de fraude a la Constitución el traslado de la Guardia a la Defensa, el mandatario advirtió a los miembros del pleno de la Corte: “…ojalá lo piensen bien, porque si declaran inconstitucional la ley de la materia y se impide que la Guardia Nacional dependa de la Secretaría de la Defensa, va a ser un grave error, un error garrafal.”
Tal recomendación –con tal de no entenderla como amenaza– hecha por el Ejecutivo a los ministros de justicia, en realidad estos podrían haberla formulado a él, aunque el error ya se cometió.
Se incurrió en el error porque, si desde un principio se temía que la corrupción terminaría por devorar a la Guardia, su concepto y diseño civilista tuvo una falla de origen. Y si no fue así, entonces se tendió una trampa a los legisladores al revestirla en origen de civil. Casi por unanimidad (hubo un solo voto en contra) se aprobó crearla, pero tal consenso se diluyó luego, cuando el mandatario promovió transferirla a la Defensa y dejar sin sentido alguno a la Secretaría de Seguridad, repuesta a instancias de él. Se cometió el error porque ese traslado pasó por alto a la Constitución, y los ministros están para hacerla valer. Zigzagueó y se equivocó el Ejecutivo.
Como en otros casos, la Corte está bajo presión y contra la pared. En los votos de los ministros se verá quienes están resueltos a defender la Constitución y quienes no. No están para aliviar el tormento que el fantasma de Genaro García Luna provoca en Palacio Nacional.
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Sólo el titubeo y la desesperación explican sin justificar el impulso de políticas mal fincadas y sin encuadre legal.
En materia de seguridad, el peligro del colapso está a la vista. Se firma un acuerdo con Estados Unidos para acabar con el fentanilo que supuestamente aquí no llega ni existe. Se niega la pérdida del control territorial, aunque en la carretera por donde transita buena parte de la economía se descubra un santuario criminal. Se invita a reactivar los destinos turísticos, aunque más de uno pueda quedar tendido en la playa para siempre. Se pide con inocencia o malicia a China revelar cómo y dónde llegan los embarques de precursores de la droga con destino final al otro lado del río…
Urge reflexionar qué hacer antes que la inseguridad política colapse la política de seguridad.
En breve
Una tesis sobre el sentido de su voto en torno a la inconstitucionalidad o no de la adscripción de la Guardia a la Defensa Nacional podría escribir la presunta licenciada que despacha como ministra.