El lunes se reunieron a desayunar el presidente Andrés Manuel López Obrador y el líder de Morena en el Senado, Ricardo Monreal, para revisar la agenda legislativa y alinearla con las prioridades de Palacio Nacional. Varios fueron los temas que desahogó en su nombre el eficiente senador Monreal, quien puso los votos para cimentar, inopinadamente por deseo del Presidente, un narcoestado. Probablemente no sea la intención de López Obrador ni de sus operadores parlamentarios, pero para allá nos llevan. Con una disculpa previa por el lugar común en la insistencia, pero de buenas intenciones está pavimentado el camino al infierno.
Esas buenas intenciones las envuelve el senador Monreal con una retórica nacionalista –“pongamos fin a 100 años de violación a nuestra soberanía”– y pendencieramente ignorante –“no volveremos a ser lacayos de la Fed”–, con la que incendió retóricamente su justificación para que se aprobaran las reformas a la Ley Nacional de Seguridad y a la Ley del Banco de México, altamente polémicas, y las dos, por las implicaciones políticas y económicas que conllevan, colocan a México en el umbral de pasarse formal e institucionalmente al lado de la delincuencia organizada. ¿Quiere el Presidente un narcoestado?
La primera reforma establece una supervisión permanente del cumplimiento por parte de “agentes extranjeros” de las nuevas disposiciones creadas, que los obliga a revelar sus identidades encubiertas al gobierno mexicano, y que mensualmente reporten a la Secretaría de Relaciones Exteriores lo que hicieron, y compartan la información que recopilaron.
Al mismo tiempo criminaliza a los gobiernos estatales y municipales por tener contacto con “agentes extranjeros” sin informar por escrito y máximo 72 horas después la reunión, el tipo de encuentro y el intercambio de información que sostuvieron. Algunos miembros de la oposición dijeron que la ley violenta la Constitución. La cara oscura, sin embargo, es el control total que quiere el presidente López Obrador sobre quienes combaten al crimen organizado.
En la actualidad hay contactos de agencias policiales y de inteligencia, formales e informales –como existen en todo el mundo–, con funcionarios en distintos niveles de gobierno. En el caso particular mexicano, hay mucha preocupación en algunos estados y fuera del país, de la penetración del narcotráfico a nivel municipal. El interés en recopilar información al nivel municipal permite a los gobiernos que estén preocupados por ello, revisar estrategias y diseñar políticas con el objetivo de contenerlo. Para los extranjeros, no es interferir en los asuntos internos mexicanos –la racional constante en el alegato de López Obrador–, sino para salvaguardar la seguridad nacional de sus países. De eso se tratan los convenios internacionales, de no inmiscuirse en asuntos internos y proteger los suyos.
Claramente se ha visto a lo largo de los años, que la penetración en esa primera línea de defensa ante el narcotráfico es inexistente por el andamiaje de protección institucional en niveles de gobierno más altos, y por el abandono de gobiernos estatales y el federal de los municipios, a los que siempre castigan presupuestalmente porque desvían recursos para sufragar otros gastos municipales ante la falta de recursos, o para actividades políticas y, también, corrupción. Pero al actuar con tabla rasa, como hizo el gobierno de Enrique Peña Nieto y está haciendo el de López Obrador, lo que hacen es debilitar aún más esa primera defensa municipal.
La Ley de Seguridad Nacional acotará aún más a los municipios copados por el narcotráfico. Por ejemplo, hay un estado, entre los preferidos de López Obrador, donde todos sus municipios están controlados por el narcotráfico, con amenazas a sus gobernantes. No hay posibilidad de apoyarlos, por la falta de recursos y el desinterés del gobierno federal. De ahí lo paradójico de la reforma, que acota aún más sus posibilidades para pedir auxilio con recursos y capacitación fuera, y vigilar y exigir que le informen qué están y cómo están haciendo, con respaldo de gobiernos extranjeros, para enfrentar a los criminales.
La inhibición la ejecuta el Senado mediante la amenaza de la criminalización por actos que buscan lo contrario, combatir a los criminales, favoreciendo así las actividades de los cárteles de las drogas y las bandas, a las que les da un apoyo institucional. Lo mismo sucede con las reformas a la Ley del Banco de México, que lo obliga a adquirir los excedentes de dólares para que no puedan repatriarse a Estados Unidos. Como el presidente López Obrador sigue necesitando dinero de donde sea –¿Qué habrá hecho con todo lo que dice ahorró por corrupción y austeridad?–, puso al Banco de México en el lado de la ilegalidad, al obligarlo a lavar dinero y minar los estándares, como dijo la institución en un comunicado, que el sistema financiero debe establecer al operar con billetes y monedas extranjeras que son consideradas de alto riesgo.
La reforma a la Ley del Banco de México podría tener repercusiones con las instituciones extranjeras y limitar sus operaciones y acuerdos con la institución mexicana en el mundo. Monreal, que no sabe de esto, afirmó que es falso y que el Banco de México no lavará dinero. ¿De verdad? La reforma lo obliga a incorporar recursos de procedencia ilícita a sus reservas, y por ende al sistema financiero. Ahí estarán las remesas y el dinero obtenido por la venta de drogas en Estados Unidos, que los grupos criminales regresan a México de contrabando. Ya no necesitarán crear empresas para lavar dinero; gracias a López Obrador y el Senado, el Banco de México hará ese trabajo.
Así están las reformas. Proveen seguridad a los cárteles, obligan a los “agentes extranjeros” a quemar sus identidades –y ser objetivos potenciales de los criminales–, y crean un sistema para que las utilidades del narcotráfico las legalice el Banco de México. No se deben de preocupar los capos. Por omisión o comisión, la cuarta transformación los ayudó a empoderarse y a quedarse con cachos del territorio nacional.