Santiago Nieto debió haber sido destituido no el viernes pasado, sino cuando menos hace 17 meses por violar la secrecía de una investigación en curso y afectar el debido proceso.
De ligereza al hablar con la prensa, Nieto solía procurarla de información reservada, delicada y confidencial, con lo cual obstruía o saboteaba acciones judiciales.
En esa misma línea estuvo cuando la semana pasada le informó a Reforma detalles de la investigación contra el exdirector de Pemex, Emilio Lozoya, por el presunto delito de haber inyectado dinero de la empresa brasileña Odebrecht en la campaña presidencial de 2012. La diferencia es que ahora sí hubo consecuencias para el fiscal especializado para delitos electorales: lo cesaron.
La destitución de Nieto provocó que los principales diarios de la Ciudad de México coincidieran en esa acción como su información más relevante del sábado, una homologación circunstancial pocas veces vista.
Fue el contexto en el cual lo despidieron lo que levantó la polémica. El procurador general interino, Alberto Elías Beltrán, dijo que actuó en el marco de la ley, mientras los abogados de la PGR y de Nieto chocaron en las interpretaciones legales. El problema está empapado, por las formas y los antecedentes, de política. Cierto.
La ley se politizó, pero pocas veces tan justificadamente como esta, donde fue tolerante con Nieto desde que asumió el cargo en febrero de 2015, y se volvió intolerante cuando, en vísperas de arrancar el proceso electoral de 2018, la presidencia de Enrique Peña Nieto volvió a ser objeto de cuestionamiento por corrupción.
A mediados de agosto pasado, revelaciones sobre la corrupción de Odebrecht en México fueron publicadas por O Globo. Testimonios de ejecutivos de la empresa ante la Fiscalía brasileña señalaban a Lozoya como un activo estratégico, y lo procuraron con dinero por los beneficios que les podía dar cuando fuera un alto funcionario del nuevo gobierno.
Según la Fiscalía brasileña, los ejecutivos aseguraron que le transfirieron alrededor de 10 millones de dólares para que les ayudara con licitaciones, una imputación que ha negado sistemáticamente Lozoya. No ha habido un señalamiento directo que el dinero fuera a parar a la campaña presidencial de Peña Nieto, especie que ha tomado carnet de identidad por el hecho de que varios pagos, según los ejecutivos brasileños, se hicieron en 2012.
En la entrevista con Reforma, Nieto afirmó: “El caso Odebrecht es un caso paradigmático porque atacó a los sistemas electorales de varios países del continente. Entonces, es importante que se pueda mandar un mensaje de que este tipo de conductas bajo ninguna circunstancia van a ser toleradas o van a ser permitidas”.
El fraseo mostró la validez que le dio a la denuncia que presentó el PRD en la FEPADE a mediados de agosto, para que investigara a Lozoya y la posible canalización de recursos de Odebrecht a la campaña presidencial de Peña Nieto.
Ejecutivos de Odebrecht que buscaron negociar un acuerdo de cooperación con el gobierno mexicano a cambio de reducción de acusaciones, dijeron a altos funcionarios de la PGR a principio de año, como muestra de lo que podían aportar, que habían canalizado recursos a campañas en Veracruz y Tamaulipas, sin precisar los años ni los destinatarios.
No mencionaron nunca la campaña presidencial de 2012, que ha sido el elefante que todos quieren encontrar en la sala.
La verdad se ha convertido en una víctima de la percepción, pero la percepción ha sido un monstruo creado por la opacidad del gobierno. México es el país que menos ha avanzado en la investigación sobre los presuntos delitos de corrupción de Odebrecht y el que menos transparente ha sido.
No quisieron pactar un acuerdo con Odebrecht para que suministrara información, lo que no se alcanza a entender, pero que lleva a preguntar si la razón por la cual la PGR rechazó esa cooperación fue para frenar la investigación y para alargar el encubrimiento a funcionarios o exfuncionarios federales.
Los prejuicios sobre este caso son inevitables por el andamiaje de protección a todos los involucrados que han levantado las autoridades.
La destitución de Nieto es parte de esta cadena que apesta. La acción de Elías Beltrán fue la primera de envergadura realizada, a los cinco días de haberse encargado de despacho. Es muy difícil pensar que actuó con autonomía.
Un encargado de despacho no toma nunca decisiones tan delicadas, sino administra la oficina mientras se designa al titular. Se puede alegar, por la forma como funciona la PGR, que fue el ejecutor de una orden presidencial, donde Peña Nieto es el único que pudo haber autorizado esa acción por las consecuencias políticas que arrojaría.
En 2015 hubo un caso similar, pero Nieto no fue cesado por violar el debido proceso del entonces subsecretario de Gobernación, Arturo Escobar, cuando declaró públicamente que había tres averiguaciones previas en su contra por presuntos delitos electorales.
En aquél tiempo, Escobar anunció que lo denunciaría por violar sus derechos humanos, lo que no sucedió, y el visitador general de la PGR, César Alejandro Chávez, le abrió una investigación por la misma razón, cuyo resultado nunca se conoció.
Este es el procedimiento que se le debió haber seguido en el caso de Lozoya, pero se violó (PGR) una ley (la PGR) para sancionar la violación (Nieto) de otra ley. En el caso de Escobar, todo quedó en familia. Con la destitución de Nieto, el Presidente se disparó en el pie.