La velocidad con la que los mexicanos se acercan a la ruptura del orden no es fortuita. El escepticismo con el cual ven los avances democráticos, tampoco es circunstancial.
El desinterés por luchar contra la corrupción y el desdén con el que se ve a la autoridad, se aprecia en todos los estudios que miden los sentires del mexicano. No hay credibilidad en las instituciones, que no se perciben capaces o interesadas en resolver los desacuerdos de la sociedad.
Los mexicanos, como se apreció en la última encuesta de Latinobarómetro, son cada vez menos afectos a la democracia y más proclives a la anomia. La decepción, que lleva a ese estado, tiene fundamento: las instituciones no están a la altura de la circunstancia.
La seguridad, por citar el fenómeno que más impacta y preocupa a los mexicanos, se ha ido para abajo por la debilidad de las policías locales, que no llegaron a ello por el deterioro de un proceso sino por la estrechez de miras del gobierno federal que pidió posponer durante dos años la certificación de los policías municipales, y el Congreso, que sin reparar en las consecuencias, lo autorizó.
Para entender en un microcosmos lo que esto causó, la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa jamás habría sucedido, porque de haberse dado la certificación, los policías que los detuvieron, no habrían pasado las pruebas de confianza. El Estado no cometió el crimen de los normalistas, pero definitivamente contribuyó con él.
El bienestar, que se refiere a la calidad de vida, se ha desplomado en varias regiones del país. El pésimo manejo de Pemex en la primera parte de este gobierno, junto con la reforma energética, por mostrar con un ejemplo, provocó una pérdida de empleo en los estados que vivían de los hidrocarburos, porque la producción cayó junto con el empleo, que dejó a comunidades que vivían en bonanza, convertidas en pueblos fantasma, como documentó Eje Central con un reportaje reciente sobre la muerte de Ciudad del Carmen, la puerta de entrada a la rica Sonda de Campeche.
La apertura del sector no fue acompañada por un paquete de políticas públicas que tejiera una red de protección social que acompañara la reconstrucción económica de esas zonas. La falta de empleo, en Veracruz y Tabasco, sobre todo, provocó un brinco del secuestro, como registró el Índice GLAC.
En estos años, no hubo necesidad que hicieran caso a quien decía que había que mandar al diablo a las instituciones. Las instituciones, solitas, se fueron al diablo de la mano de quienes las encabezaban.
Al Proyecto Mundial de Justicia, una organización no gubernamental con sede en Washington, le ha preocupado tanto el estado de derecho en México, que este año lanzó una investigación especial para determinar el alcance de su deterioro.
Durante el verano realizaron más de 20 mil encuestas en la Ciudad de México, Guadalajara y Monterrey, cuyos resultados aún no han sido dados a conocer. Pero en su informe de 2016 sobre el estado de las leyes en el mundo, los resultados de México son desalentadores, y demuestran el deterioro institucional.
El índice revisó a 113 países y ubicó a México en el sitio 88 general, y en el 24 de 30 naciones latinoamericanas. México se encuentra como Rusia (autoritario), Myanmar (dictatorial) y Liberia (controlado por jefes tribales de guerra), pero muy debajo de las principales economías de América Latina e, incluso, detrás de países como El Salvador (que se encuentra aún en transición tras su guerra civil).
A México le va mal en prácticamente todo, con retrocesos en la desconcentración del poder gubernamental y en los derechos fundamentales, como el debido proceso y la libertad de expresión. La corrupción mancha a todas las instituciones, que es el factor que coloca a México casi en el sótano entre todas las naciones de la región.
Los síntomas del deterioro, que en algunos momentos se presentan como enfermedad, son ignorados por la búsqueda de objetivos particulares en la clase política.
El mejor ejemplo es lo que sucedió con Santiago Nieto, destituido como fiscal electoral, cuyo caso fue llevado al Senado, como establece la ley, pero manejado cupularmente en la Junta de Coordinación Política, como deseaba el presidente Enrique Peña Nieto que se procesara. A
Ahí se impusieron el PRI y el Partido Verde, con menos de un punto porcentual de representación que tres partidos en ese mismo cónclave, para realizar un proceso opaco que terminó con un insulto a la inteligencia: para evitar llevar el tema a votación, como dice la ley, se fueron a un receso del que regresarán cuatro días después del plazo máximo que se establece para votar la restitución del fiscal. Cínicamente salomónico, el tiempo fue a lo que se acogieron para que solucionara lo que debió haber estado apegado a la ley.
La fiscalía electoral está acéfala, aunque desde hace siete semanas comenzó el proceso electoral. Tampoco hay fiscal anticorrupción, una exigencia nacional que las instituciones prefieren ignorar, pese a los reclamos contra la impunidad.
No habrá tampoco un fiscal general hasta después de la elección presidencial porque de lo que se trata no es de atender las necesidades y urgencias del país, sino las particularidades de las instituciones que detentan el poder.
Las instituciones no dejan de jugar con los mexicanos que, visto a través de los ojos de Latinobarómetro, se están cansando de todas ellas. Mandar al diablo las instituciones no es el camino para resolver los problemas, pero verdaderamente, son tantas las frustraciones que esa corriente de opinión se va a ir legítimamente fortaleciendo.