La celebración para conmemorar el primer aniversario de la victoria en las elecciones presidenciales, es el primer paso para convertir esa fecha en un símbolo de la cuarta transformación.
Su discurso en el Zócalo, coronación del día donde comenzó ese cambio profundo que promete, fue la ratificación de lo que se ha propuesto: el desmantelamiento del Estado mexicano tal y como fue concebido en 1928, para la construcción de otro nuevo.
A eso se refiere cuando habla de un cambio radical, una transformación de raíz. “Se trata de construir una patria nueva”, dijo desde el templete en la plaza pública, y acabar con “el régimen corrupto y despiadado que prevalecía”. Ninguna novedad en la retórica, una narrativa épica sobre el antes, el hoy y el futuro.
El pasado era opresor, pero el presente que ofreció construye futuro mediante la transformación de la vida pública. Esa metamorfosis significa el desmantelamiento de lo que existía y que está tirando a pedazos en forma acelerada.
En su discurso lo dibujó de manera sencilla al hablar de las transferencias directas de recursos, sin intermediarios, que es uno de los cambios más profundos que ha hecho en siete meses de gobierno al cancelar derechos adquiridos en más de 20 programas sociales, como Prospera y el Seguro Popular, y desaparecer el edificio social que levantaron cinco presidentes.
El poder centralizado y vertical, contrario a todo aquello por lo que se luchó durante dos generaciones, debilitando el autoritarismo hasta que tuvo que abrirse, restaurado hoy a plenitud y presumido desde el corazón político del país como una de las grandes rupturas con todo lo que acabó hace un año.
En este poco tiempo, López Obrador demolió prácticamente todo el Pacto por México e hizo una serie de contrarreformas que estableció, jurídicamente, el nuevo andamiaje institucional. Vendrá ahora una segunda fase, que es el reordenamiento del gobierno para darle una nueva dirección.
Dentro de esa nueva etapa está considerando la desaparición de varios órganos autónomos, comenzando por aquellos que le estorban a su transformación. Los primeros, la Comisión Nacional de Hidrocarburos y la Comisión Regulatoria de Energía, con los que públicamente ha expresado su molestia.
La destrucción del Estado como lo conocemos es la aniquilación de las instituciones, como bien lo dijo desde hace más de una década, cuando tras perder la elección federal declaró: “¡Al diablo las instituciones!”.
El presidente es consistente, y en esa congruencia radica su repudio a las reformas políticas de segunda generación.
No le interesa el Instituto Nacional Electoral, porque no encuentra valor a su trabajo, o porque su sola existencia le impide reorganizar al país en su ideal, sugerido en algún momento de su Presidencia, mediante el equivalente de los Comités de Defensa de la Revolución cubanos, que es una organización de masas que tiene permanentemente movilizada a la población para defender las conquistas mediante el trabajo directo con las personas y la comunidad.
Tampoco la Comisión Federal de Competencia, porque su visión no es la de una economía de mercado, sino la de una centralmente planificada.
La existencia de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, como la conocemos, está en entredicho, así como todos los órganos de transparencia, a los que considera rémoras que tiene que sacudirse.
Estos organismos autónomos también se encuentran en el horizonte de la desaparición. Pero antes que ellos sucumbirán varias secretarías de Estado, o serán compactadas en otras dependencias.
La lista la encabeza Economía, a la que ya despojaron del manejo del comercio exterior, entregándole a la Secretaría de Relaciones Exteriores lo único internacional valioso que parece apreciar el presidente, el acuerdo comercial con Estados Unidos y Canadá.
El canciller Marcelo Ebrard está realizando funciones de ministro de Economía sin cartera, como quedó demostrado esta semana al encabezar una misión comercial a China para explorar las formas de incrementar el comercio bilateral.
Ebrard también se quedó con la promoción del turismo, mientras que el 75% de los recursos para ese sector fueron desviados para la construcción del Tren Maya.
La desaparición de la Secretaría de Turismo también está sobre la mesa, al no interesar el viajero internacional y enfocar la estrategia en lo que llaman “turismo de barrio”, que es el desarrollo turístico en zonas como Iztapalapa.
El achicamiento y reordenamiento del gobierno en esas áreas desnuda lo que significa la cuarta transformación: voltear hacia adentro y convertir a México en una isla para su desarrollo.
López Obrador quiere un país que coma lo que produce, que genere sus propias fuentes de desarrollo energético para el consumo y la industria, que le apueste a la mano de obra intensiva –por definición masiva–, donde la tecnología no sea utilizada con el propósito de incrementar el empleo, optando por volumen y no por calidad.
Uno también que no dependa de los empresarios, cuyo sector está en el escenario de ser destruido. Ayer en el Zócalo habló de uno de esos sectores, el de telecomunicaciones, al que le antepondrá una empresa estatal de telecomunicaciones. Pero no será el único.
Su proyecto “por el bien de todos, primero los pobres”, está avanzando en forma veloz. Hacia ellos enfoca su esfuerzo, marchando sobre las clases medias y las altas. La victoria, remachó para impedir el olvido, acabó con el “régimen corrupto y despiadado”.
Este mismo año, prometió, se terminará de erradicarlo y quedarán sentadas las bases para la transformación política del país. Ya se verá, llegado el momento, si es tan buen gestor de la construcción de un nuevo Estado, como exitoso ha sido en la destrucción del que estructuró y dio orden a México durante nueve décadas.