En 29 días, afirmaban funcionarios de la PGR, la investigación sobre la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa en Iguala, la noche del 26 de septiembre de 2014, estaba concluida.
Tomás Zerón, en ese entonces jefe de la Agencia de Investigación Criminal de la PGR, detalló ante su jefe, el exprocurador Jesús Murillo Karam, y los secretarios de Gobernación, de la Defensa y la Marina, que en ese periodo se detuvo a casi 100 personas, se lograron las confesiones del crimen y se estableció cuál era la red de protección institucional que había aquella noche en la Tierra Caliente guerrerense.
“Se lo tienes que explicar al presidente”, dijo el entonces secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong. Días después en Los Pinos, tras su exposición, le dijo el presidente Enrique Peña Nieto: “No quiero pasar como el presidente que asesinó a los estudiantes”. Sólo había un problema, replicó Zerón, cómo explicar públicamente lo que había sucedido en Iguala.
La mecánica del crimen, junto con los antecedentes de los presuntos responsables, como se detalló en este espacio en su momento, los había narrado Zerón. Tenían a los asesinos, y sabían el lugar donde los habían matado, incinerado y tirados en bolsas, explicó.
No tenían un móvil claro, aunque Murillo Karam identificó como autores intelectuales a José Luis Abarca, en ese entonces alcalde de Iguala, y a su esposa María de los Ángeles Pineda Villa, hermana de los jefes de Guerreros Unidos. El problema en ese entonces no era explicar lo que había sucedido en Iguala, sino la omisión y negligencia del gobierno federal para evitar que sucediera.
La Unidad de Inteligencia Financiera de la Secretaría de Hacienda los había investigado durante un tiempo por lavado de dinero, pero nunca actuó. La PGR ignoró las peticiones de la Fiscalía General de Guerrero para que procesara a Abarca como presunto responsable del asesinato, de propia mano, de un líder del PRD opuesto a él. De haberlo hecho, la red de protección institucional se habría roto. ¿Pudo haber evitado el crimen? Probablemente.
En esos momentos de otoño de 2014, el presidente era criticado por no haber actuado con prontitud para esclarecer el crimen, y pagaba los errores de sensibilidad y oficio de dos de sus más cercanos colaboradores: el subsecretario de Gobernación, su compadre Luis Miranda, y el entonces Jefe de la Oficina de la Presidencia, Aurelio Nuño. Miranda no entendió la gravedad de aquél ataque cuando el exgobernador de Guerrero, Ángel Heladio Aguirre, le informó lo que estaba pasando la noche del 26 de septiembre, antes de que desaparecieran.
El domingo 28, tras una exposición de Murillo Karam en Los Pinos, donde dijo que todo era un conflicto entre narcotraficantes, se optó, pese a que la PGR debió haber actuado por el tipo de presunto delito involucrado, por dejarlo en manos del gobierno de “los guerrerenses”. Nuño ratificó el lunes 29, en su reunión semanal de estrategia, que era un asunto del ámbito municipal.
La ausencia del Gobierno Federal durante 15 días transitaba rápidamente de convertirse de un crimen local, a uno de responsabilidad federal. La preocupación en el Gobierno se mantenía. ¿Cómo explicarlo a la opinión pública para que tuviera credibilidad? La entonces subprocuradora de Derechos Humanos, Eliana García Lagunes, sugirió que se invitara a expertos extranjeros para que acompañaran la investigación.
El gobierno, decía, no tenía ninguna otra opción para tener legitimidad y credibilidad en la investigación. Era el único camino para evitar lo que temía Peña Nieto, que lo recordaran como “el asesino de los normalistas”. García Lagunes acercó al Equipo Argentino de Antropología Forense con los padres de los normalistas de Ayotzinapa, y le propuso a Murillo Karam a Emilio Álvarez Icaza, en ese entonces secretario general de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que le abrió la puerta al Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), que se convirtió en una pesadilla para el gobierno.
La razón de tanto desencuentro fue que la versión del gobierno, llamada por Murillo Karam “la verdad histórica” por sugerencia de Zerón y contra la opinión de varios investigadores de la PGR, fue descalificada por expertos internacionales.
La versión es que los normalistas fueron asesinados e incinerados en un basurero de Cocula, contiguo a Iguala, donde se demostró científicamente que había cenizas que pertenecían a uno, sólo uno, de los jóvenes desaparecidos. La versión fue atacada por violaciones en la cadena de custodia, el protocolo que establece que las evidencias de un crimen no hayan sido alteradas.
El 8 de diciembre de 2014, el equipo de peritos forenses argentinos dijo que no podía confirmar que esas evidencias hubieran sido tomadas del sitio donde dijeron las autoridades.
A aquellas críticas se le fueron sumando otras más.
En su reporte final sobre el caso, el GIEI documentó que la PGR utilizó la tortura para forzar declaraciones de los inculpados y que violó el debido proceso, como demostró al presentar fotografías de Zerón con uno de los presuntos culpables en una reconstrucción de hechos ilegal en Cocula, a finales de octubre de ese año.
Este punto ha sido fundamental para argumentar ilegitimidad e ilegalidad en la investigación que llevó a la “verdad histórica”, aunque Zerón siempre ha defendido que actuó dentro del margen de la ley.
La opacidad sobre evidencias y métodos empleados por la PGR, abonó a la falta de credibilidad del gobierno y tiene en entredicho su alegato jurídico. El señalamiento que no quería Peña Nieto de pasar como el presidente que “asesinó a los estudiantes” se convirtió, en estos cuatro años, en una verdad política.