Cuando tenía 14 años mis mañanas eran una perfecta rutina. Despertarme a las seis treinta de la mañana, bañarme con prisa, desayunar avena o cereal y salir volando para llegar a tiempo.
La ruta era la misma día tras día: una calle modesta, que desembocaba a una avenida con un camellón ancho deteriorado por años, árboles decadentes, pasto quemado y un terreno pelón con un par de tristes bancas oxidadas.
Los baches del camino nos los sabíamos de memoria, el ritmo del semáforo y su foco verde disfuncional también.
Un día todo cambió. Una docena de cuadrillas arregló todo en esa calle. Rehicieron banquetas, pintaron las calles, repararon el semáforo, plantaron flores e instalaron nuevas bancas, incluso pusieron una escultura de tres metros.
Desde el auto, impresionado, pensé por un momento que nos merecíamos esos cambios y que el Ayuntamiento por fin había hecho su trabajo. Al día siguiente las cuadrillas de trabajo fueron sustituidas por patrullas, tanquetas y camionetas blindadas.
No nos dejaron pasar por la calle usual, porque era la misma del hotel sede de la Cumbre. Llegué tarde a la escuela ese día, muchos compañeros también.
Hace un par de días Peña Nieto visitó Guadalajara y pensé vivir un déjá vú. Camionetas militares por todo el centro, agentes viales facilitando el paso de su comitiva para que el presidente no viviera la espera de un solo alto.
Lo mismo pasó en la locación donde grabó uno de sus próximos videos: todo era risita, saludo y cariño, actores, escenografía y cinturones de resguardo para que ningún mortal osara acercarse de más al ejecutivo.
Llevamos un par de meses viendo que Peña deja de apegarse a los discursos escritos. En esos momentos en los que improvisa su discurso y nos muestra hermosas postales en donde el país se encuentra estable, próspero y seguro.
Un país donde las banquetas lucen limpias, los semáforos están coordinados, donde nunca te roban la cartera y donde los baches son historia.
En sus momentos fuera del guión ha dejado ver que él piensa que los periodistas le deben aplaudir, que sus opositores imaginan en sus cabezas la crisis del país y que el espionaje sin una orden judicial (lo cual demostraría que es utilizado con fines de investigación de crímenes) es normal.
Esto me hace sentido, pues Peña Nieto vive en el país de las maravillas. Todos los días se levanta servido por cientos de colaboradores que le dicen lo bien que va todo y que, en todo caso, los negros en el arroz se deben a Trump, al populismo, al crimen organizado y a la reina de corazones, pero nada que él deba asumir o resarcir.
Y es que ¿cómo puede uno estar triste si sus más cercanos han sido bien apapachados durante estos años? ¿Cómo enojarse con la vida cuando la buena fortuna le sonríe a tu primo, tu esposa, tus contratistas consentidos, tu partido, tu tío, a tus amigos gobernadores, tus secretarios, todos en bonanza, impunes y sonrientes?
Por eso, no sorprende encontrarnos con un presidente que vive en un mundo de fantasía, donde todo se encuentra en su lugar, engominado y lustroso.
Los patinazos que da Peña en los momentos en los que apaga el chicharito ayudan a compartirnos cómo es tomar el té con el Sombrerero loco, cómo es vivir sin consecuencias, sin inseguridad y sin ley al mismo tiempo.