Unas semanas atrás me reuní con miembros de la comunidad japonesa en México. Después del panel oficial hubo un momento de brindis en donde los más jóvenes platicamos sobre temas variados, hasta que la conversación nos llevó a compartir lo complicado que había resultado vivir la primaria en México. Hablamos largo y tendido sobre los insultos por nuestros apellidos, sobre los apodos por nuestros rasgos, y sobre la carrilla y estigmas que cargábamos por el simple hecho de que algún pariente cercano nació en Japón.
A veces preferimos voltear la cara, decir que eso pasa en otros países pero no aquí, sin embargo, el racismo en México está presente todos los días, instalado de manera sutil en muchas de las decisiones que tomamos. Se podría argumentar que se trata del desprecio a lo ajeno y que por eso México no es racista sino xenófobo. Lamentablemente nuestras acciones nos desnudan como una nación a la que le vienen bien esos dos adjetivos.
El otro día un periodista extranjero me preguntó si tenía conocimiento de cuántas diputadas indígenas participaban en la actual legislatura federal. Esta no es una cuestión menor para otros países, pues se busca conocer los perfiles étnicos de los representantes legislativos con el objetivo de lograr cámaras más representativas de la población. Gracias a ello comunidades como la afroamericana, la latina y la de los pueblos originarios han logrado ganar espacios en las elecciones para construir un piso parejo en las legislaciones.
Con pena acepté que no tenía idea de cuántas mujeres indígenas eran legisladoras federales en México, puse manos a la obra y me dediqué a investigar. La información que obtuve, fuera de los integrantes de la comisión de asuntos indígenas, era prácticamente nula.
Eso también me hizo reflexionar sobre las gubernaturas del país, cargos con la mayor relevancia ejecutiva en las regiones. En esos espacios de poder donde ninguna persona se reconoce con raíces indígenas. ¿Podría ser una coincidencia? Dicen que una imagen puede hablar sola, que es más potente que todas las palabras escritas. Por eso me impresionó una fotografía del gabinete legal y ampliado de Enrique Peña Nieto en la que podemos constatar que 22 de las 30 personas que lo conforman son blancas.
Estos días se ha abierto la polémica sobre racismo y sus implicaciones en México debido a la declaración en un tweet del presidente del INEGI, Julio Santaella, en la que afirmaba que los resultados que publicó la institución en el Estudio de Movilidad Social revelaron que el color de la piel ejerce influencia en el futuro laboral. En el polémico tweet se leía que “Las personas con piel más clara son directores, jefes o profesionistas; las de piel más oscura son artesanos, operadores o de apoyo.” Lo que generó una serie de reacciones, entre ellas la del comentarista David Páramo, quien tildó de racista y reduccionista al Presidente del instituto. Esta declaración provoca ahora reflexiones necesarias sobre esta materia en nuestro país.
¿Sólo las personas blancas tienen éxito en México? Desde luego que no, no sólo ellas. ¿Sólo te contratan por el color de tu piel? Tampoco es cierto. Sin embargo, los datos del estudio nos reflejan que existe exclusión silenciosa, una estructura que violenta y un racismo del que debemos hablar. La piel en México importa y debemos trabajar muy duro como sociedad para que esto deje de suceder.
Por eso, la discriminación no viene de la opinión de Santaella, sino de la sociedad, de un conjunto de prácticas que repetimos cotidianamente. Por eso es un buen momento para que esta polémica se haya abierto. Contrario al silencio que hemos vivido como país, México necesita hablar sobre el racismo mucho más y de manera más profunda para lograr reconocerlo y así encaminarnos a superarlo.