La Revolución Mexicana es uno de los pasajes de nuestra historia nacional que más interés ha despertado. De ella se desprenden un sinfín de documentos, desde análisis económicos hasta novelas del corazón; de análisis cinematográficos del material disponible hasta estudios políticos de las ideologías en disputa.
Objeto de una permanente batalla sobre los matices, razones y personajes que le dieron vida, la Revolución Mexicana siempre termina en el terreno de la controversia. Basta entrar a una librería para reconocer que hay tantas versiones como escuelas de análisis históricos.
Hay quien impulsa su narración como un proceso lineal, ordenado y con miras a la construcción de una nueva visión de Estado. Aderezada con personajes “buenos y malos”, de intereses legítimos y viles y, desde luego, de victorias indiscutibles para los bandos que respondían al interés nacional. Quizás es ésta la versión más difundida por el aparato oficial de educación.
A pesar de ello, existen otras formas de comprenderla y estudiarla, dando una valiosa oportunidad a cualquier persona que se interese por romper con la versión más divulgada y binaria. Por ejemplo hay quien la trata de encasillar en un levantamiento generalizado del país contra un tirano, por la recuperación de las instituciones y el fin de un estado de excepción. También hay quien ve en ella la primera revolución socialista del mundo, la primera que activó realmente a la base social a partir de la insurrección popular. Hay quien la estima plural, como un proceso de encuentro entre distintos grupos e intereses.
Sin embargo, sin importar tu bando dentro del debate o de tu admiración o aberración por ciertos caudillos, cualquiera de las escuelas de análisis de la Revolución reconocen como un hito de mayor relevancia la promulgación de la Constitución de 1917, como un momento de refundación que marcó a nuestro país.
Este consenso no es menor y en buena medida se debe a la dimensión histórica de la Carta Magna. En su tiempo este acuerdo nacional reconoció derechos laborales, agrarios o educativos que hubieran sido impensables en cualquier otro país. Impulsó la idea de justicia social como pocos documentos jurídicos y puso una brújula a el camino nacional.
Por eso creo que la conmemoración del 5 de febrero vale la pena no por la fiesta de un nacionalismo trasnochado, ni tampoco por la nostalgia de nuestros próceres. Tampoco porque a partir de ella nuestro país ha logrado acabar con la pobreza o terminar con los delitos. Creo que vale la pena celebrar la Constitución por un anhelo de futuro compartido, prometido hace más de cien años, pero que aún no llega.
Seguimos esperando porque hoy tenemos un texto que cumple la terrible norma del “obedézcase pero no se cumpla”. Sus letras son preciosas, pero su aplicación aún es un pendiente. ¿Quién podría decir que el salario mínimo, establecido en nuestra Constitución, alcanza para las necesidades de una familia? ¿Quién podría confirmar que el estado ha logrado cubrir las necesidades de salud y educación de la población? ¿Quién levantaría la mano si se tratara de apuntar que se siente capaz de cambiar en todo momento la forma de gobierno de nuestro país?
Por eso, celebrar a la Constitución no significa mandar más batallones al desfile o una nueva monografía oficial. Hoy celebrar nuestra Carta Magna debe significar la discusión a profundidad sobre ella, sobre su modificación o incluso la redacción de una nueva. Celebrarla debería abrir un debate sobre nuestros derechos, sobre los recursos e ideas para que deje de ser letra muerta y se convierta en vida cotidiana. Ahí radicará la importancia de esta fecha, para que a más de cien años de espera, por fin logremos que sus anhelos sean una realidad.