Hace un par de meses, ya fuera por interés político, morbo o por tradición, buena parte de quienes comentan la política mexicana estuvieron atentos a la designación de los abanderados a la presidencia por parte de los partidos políticos.
En el caso del PRI fueron meses de especulación, de análisis de las señales más crípticas, de los gestos de cada secretario, de verdadero chisme político.
Se rumoraba que el dedo de Peña Nieto señalaría a Osorio Chong, quien por su peso construido desde Bucarelli tendría más posibilidades para ostentar la candidatura. Finalmente los trinos se fueron volviendo uniformes alrededor de un secretario de las confianzas de Peña: José Antonio Meade.
Algo similar sucedió con la atención mediática hacia Acción Nacional junto con los aliados que integran la coalición Por México al Frente. Las negociaciones entre los tres partidos terminaron al cuarto para las doce, después de la difusión de meses de amagos, de éxodos y disputas.
Los presidentes de cada partido repartieron posiciones, lograron conciliar con sus oponentes y consiguieron designar a su abanderado.
Anaya había logrado hacerse de la candidatura presidencial de su partido después de tan solo un par de años de dirigencia.
En Morena, desde Tuxpan se celebró el destape de Andrés Manuel. La manifestación de interés era de trámite, pues era un hecho conocido que lo volvería a intentar, sin embargo el acontecimiento apareció como titular de los diarios.
Quizás ha sido la candidatura que más respaldo ha recibido de sus bases militantes, pues este partido se ha conglomerado, en buena medida, gracias al liderazgo del tres veces candidato a la presidencia.
Es sintomático que se hayan vuelto tan relevantes estos procesos.
Todos los medios tenían como prioridad darle cobertura mediática a la decisión de los partidos. Nuestras conversaciones cotidianas nos delataban, los diarios a ocho columnas lo confirmaban, seguimos siendo un país que le apuesta al preciso, a quien despacha desde Palacio Nacional, al presidente.
Por eso, creo que el tema que más debería llamarnos la atención en esta elección es la narrativa de las candidaturas, la cual le apuesta el éxito del país a la victoria de una persona.
Cada cual con sus símbolos, cada uno con sus matices, con sus proyectos, pero dejando muy claro que, aunque en discursos y programa digan lo contrario, su objetivo final es seguirle apostando a la cultura política del presidencialismo.
Este método de administración pública que le apuesta a que los cambios lleguen por quien ocupe la silla ejecutiva, que minimiza al legislativo y que disminuye la relevancia de la deliberación entre la sociedad en general.
La cultura del “conmigo o contra mí” como máxima, que trata como seres excepcionales a sus líderes y que deja para después el debate del papel de la sociedad en los cambios necesarios.
Durante estos meses hemos presenciado la perpetuación del presidencialismo.
Se ha dejado para después explicar cómo planean pasar las designaciones pendientes, así como aprobar, derogar o cambiar las leyes de este país si, de consolidarse los pronósticos electorales, ninguna fuerza política tendrá las mayorías parlamentarias para lograrlo.
Por eso vale repensar como sociedad este modelo político. Más allá de los afectos y las fobias que cada candidatura despierte, nuestro país necesita apostarle cada vez más a que el cambio será sólo a través de la activación de la sociedad.
Muchos años de presidencialismo nos dejan claro que la apuesta deber ser hacia la repolitización, la educación cívica y, desde luego, la participación en movimientos políticos, electorales o no electorales.
Nadie por sí solo va a cambiar este país, quizás debamos recordar eso la próxima vez que nos seduzca la tentación presidencialista.