Desde la elección intermedia, el 6 de junio de 2021, López Obrador está descolocado. Aunque Morena logró varios triunfos estatales gracias a la intervención del crimen organizado, negociada o no, perdió con claridad la Cámara de Diputados, donde mantiene mayoría gracias a la sobrerrepresentación que permite la ley, y a su alianza con el Partido Verde, negocio familiar dedicado a la extorsión política, como es sabido. Con su notoria incapacidad estratégica, López Obrador no aprovechó su mayoría calificada en la LXIV Legislatura para modificar la Constitución, y ahora que quiere hacerlo, no puede.
Frente al descalabro, abrió el proceso de sucesión con demasiada antelación, y ahora éste se le ha ido de las manos. Como bien ha hecho notar Carlos Camacho, ya no podrá lograr que Morena se mantenga unificada detrás de Sheinbaum o Adán Augusto, ya rompió a su propio movimiento. Quiso mostrar fuerza impulsando una revocación de mandato innecesaria, y evidenció debilidad: la mitad de los votos de la elección de 2018, y buena parte de ellos de parte de adultos mayores amenazados de perder su dádiva.
Por si tenía duda de la oposición que enfrenta, cientos de miles de mexicanos, voluntariamente, se lo demostraron el 13 de noviembre, en medio centenar de ciudades. Envidioso como es, quiso hacer lo mismo, y le ha salido mal. Ha tenido que obligar a personas que reciben programas sociales, a funcionarios públicos, a maestros, e incluso a fuerzas de seguridad, para que finjan que lo adoran. Ha despilfarrado en ello muchos millones de pesos de impuestos. Y todo ha sido evidente, y buena parte de ello, documentado.
López Obrador encarna lo peor de la política mexicana de toda la historia: el caudillismo irresponsable del siglo 19, pero también el clientelismo, corporativismo y capitalismo de cuates del siglo 20. De Santa Anna al PRI, todo en una sola persona que, además, tiene serias dificultades para entender lo que ocurre.
Esa descripción no es arbitraria. Ha buscado desde el inicio de su gobierno, como lo había logrado cuando fue líder opositor, concentrar todo el poder en su persona, incluso construyendo un culto. Es un caudillo en toda la extensión de la palabra. Tampoco el calificativo de irresponsable es a la ligera: ha promovido ocurrencias sin sentido, con costos elevadísimos; fue capaz de posponer y debilitar la respuesta sanitaria al Covid, y además fue el único que no promovió programas de apoyo a la población, en todo el mundo.
Destruyó los programas sociales más avanzados que México había logrado, y los reemplazó con entregas de efectivo, sin reglas de operación, padrón de beneficiarios, ni nada por el estilo. Subsidios generalizados, pero siempre asociados a su nombre. No ha logrado recuperar el corporativismo por completo porque la realidad es otra, pero sin duda ha intentado controlar nuevamente al sindicalismo. Y del capitalismo de cuates, poco hay que agregar a lo que hemos comentado en muchas ocasiones: los empresarios amigos han recibido apoyo y negocios; los demás, presiones fiscales.
Ya no vivimos en el siglo 19, ni en el 20, de forma que López Obrador está condenado al fracaso, que cada día es más evidente. No podrá celebrar el crecimiento del tercer trimestre, porque en ese mismo lapso creció la pobreza laboral (Coneval). En las últimas semanas ha mostrado su pequeñez frente al resto del mundo. No le va a alcanzar el dinero para seguir comprando voluntades hasta el fin del sexenio, y por lo tanto para promover al sucesor, que además tampoco logrará mantener unido al movimiento.
Vaya, no fue capaz de juntar suficientes amigos para su fiesta, y tuvo que pagar. Un fracaso histórico.