En las prenegociaciones e interminables especulaciones sobre el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, muchos buenos amigos norteamericanos de México nos brindan un consejo en apariencia muy sabio. Dicen ellos: “No hagan caso de lo que Donald Trump dice; fíjense en lo que hace.” Buena idea, mal consejo.
En 1999 y 2000, un respetable colega, el entonces embajador de Estados Unidos en Venezuela, John Maisto, repetía por doquier que Washington debía prestar atención a lo que el entonces recién electo Hugo Chávez hacía, no lo que decía. Maisto pregonaba esta sugerencia con las mejores intenciones del mundo, como ahora lo hacen nuestros interlocutores estadounidenses pro-NAFTA. El pequeño problema en aquella época fue que, muy pronto, Chávez comenzó a hacer lo que decía. El pequeño problema ahora es que Trump no sólo va a hacer lo que dice, sino que lo que dice el presidente de Estados Unidos no es un mero dicho: es un hecho.
Esto tiene que ver con la entrevista de Donald Trump a The Economist ayer, centrada en el comercio y en el TLC con México, pero también con el escándalo más reciente (no el último) en Washington: el cese fulminante y público del director del FBI. Lo que dice Trump se transforma rápidamente en lo que hace Trump, pero además, tratándose de quien es, el impacto financiero, geopolítico y hasta cultural de su retórica reviste implicaciones muy materiales.
Todo indica, como lo hemos señalado aquí, que las negociaciones del TLC, con o sin Canadá, no comenzarán antes de septiembre. No habrá aprobación legislativa en Estados Unidos antes de 2019. La carta de solicitud de Trade Promotion Authority que el Ejecutivo enviará al Congreso estadounidense quizá la semana que entra o después, incluirá provocaciones muy directas destinadas a generar un reacción de rechazo en la Ciudad de México y en Ottawa. De ignorarlas, México puede pasar por ingenuo o complaciente; de caer en la provocación, corremos el riesgo de torpedear una negociación que podría, a la larga, salir bien. ¿Qué hacer?
Por mucho que me moleste coincidir con López Obrador, en una de esas convendría más que el gobierno de Peña Nieto fijara un plazo perentorio para el envío del nuevo acuerdo (bilateral o trilateral) al Congreso de Estados Unidos. De no cumplirse, se suspenderían las pláticas con el pretexto/justificación de que no sería congruente, democrático ni políticamente sensato seguir negociando cuando una de las partes –i.e. México– ya vive bajo un gobierno saliente (lame duck) y con un Congreso también legislando en sus últimas semanas.
Los inconvenientes de este esquema son evidentes, pero sus ventajas son contundentes, aunque menos visibles. Peña Nieto le pasa el paquete al siguiente mandatario y gana tiempo con Trump. Como van las cosas en Washington, nadie sabe cuánto tiempo permanezca en la Casa Blanca. Obliga a cada candidato a la presidencia de México a pronunciarse durante la campaña sobre lo que haría con el TLC. No bastarán los lugares comunes imbéciles sobre el respeto, la cooperación y la soberanía. Y en tercer lugar, o bien obliga a Trump y a sus negociadores a acelerar el paso y terminar a tiempo, o bien a dejar todo en paz por ahora, o bien a salirse ellos del TLC, en lugar de que lo haga México, por buenas razones, pero siempre difíciles de explicar.
El despido de James Comey del FBI marca un hito en la presidencia de Trump. En lugar de utilizar la distracción de los reflectores y los enredos del ocupante de la Casa Blanca para no hacer nada, México debiera aprovechar esta debilidad para formular planteamientos duros y audaces, en materia comercial, y en el tema de seguridad, durante la próxima reunión de Miami. Es por allí.