Andrés Manuel López Obrador no quisiera ser comparado con los gobiernos que caracteriza como neoliberales, que, a su juicio, llegaron al poder en 1988, con Carlos Salinas de Gortari.
Sin embargo, tampoco quisiera ser comparado con las administraciones previas, porque terminaron en crisis económica y financiera.
Lo que él quisiera es que su gobierno fuera recordado en materia económica como los que gestionaron al país antes de 1970.
Fue la época del desarrollo estabilizador que él considera como la edad de oro en la que hubo crecimiento económico, mejor nivel de vida, empleo, y estabilidad económica y financiera.
El problema que tenemos es que el gobierno pretende regresar a una etapa económica que ya se fue y que no va a regresar.
Probablemente, el mejor ejemplo de esta nostalgia le corresponda al sector energético.
López Obrador quisiera que la CFE y Pemex se mantuvieran como los monopolios de la electricidad y los hidrocarburos, y como se consideraba en aquellas épocas, como los rectores del desarrollo nacional.
Para el presidente y su grupo más cercano de colaboradores, el tiempo no ha pasado.
Quisieran que siguiera existiendo la posibilidad de que se mantuvieran vigentes los esquemas en los que las dos empresas eran las que definían las reglas en materia energética.
Hay una añoranza de los tiempos de Cantarell, de aquel campo gigantesco que era capaz de financiar el desarrollo nacional.
Cualquier día de estos aparece una película financiada con recursos públicos en la que el pescador tabasqueño Rudescindo Cantarell encuentra el aceite en el agua y se construye la épica del desarrollo de uno de los campos más ricos del mundo… y quizás el más dilapidado por los gobiernos de casi todos los partidos.
Hay muchos temas en los cuales la visión del actual gobierno choca con el mundo del presente, pero quizás ninguno tiene la relevancia del sector energético.
No se asume que estamos en una etapa en la cual los hidrocarburos tienen una trayectoria de salida.
El que en una década, poco más o menos, dominen en el mundo los autos eléctricos, no cabe en la mentalidad de un tabasqueño, que construyó su vida adulta en torno al petróleo.
El choque es tan grande como si estuviéramos en el siglo XIX, cuando el carbón y la madera fueron desplazados masivamente por el petróleo.
El mundo y la economía cambiaron, como lo están haciendo hoy.
Las grandes empresas de hidrocarburos en el mundo han empezado ya desde hace varios años su mudanza hacia las energías renovables. Han aprovechado las rentas petroleras para invertir en las nuevas energías.
Sin embargo, en México, seguimos creyendo que son el petróleo y sus derivados la palanca para el desarrollo.
Nos encallamos en 1938.
Seguimos creyendo que la nacionalización del petróleo sigue teniendo relevancia en un mundo en el que las reglas han cambiado completamente.
Hace poco más de un mes, Andrés Oppenheimer entrevistó a Bill Gates, fundador de Microsoft, y le preguntó qué le recomendaría al presidente López Obrador.
Gates señaló que su recomendación sería no invertir en petróleo o hidrocarburos sino en educación, en donde se encuentra el recurso más productivo y rentable.
El problema, es que por su naturaleza, el conocimiento debe ser libre.
Si no lo es, se extingue. Y cuando el gobierno define a la ciencia como una “actividad neoliberal”, simple y llanamente no hay posibilidad de generar conocimiento.
Un ámbito que tenemos muy poco medido y analizado es el terrible costo que para el país ha significado el cambio en la gestión del conocimiento desde que en esta administración, el Conacyt asumió otra filosofía.
La pandemia, lamentablemente, ha evidenciado nuestro atraso.
En el mejor de los casos, podemos ser maquiladores de las vacunas.
Sin embargo, por la falta de inversión en investigación científica y desarrollo tecnológico, no podemos ser productores de vacunas.
Pero eso sí, la tierra nos seguirá ‘dando permiso’ para desarrollar los proyectos de infraestructura… aunque acabemos con ella.