En las campañas electorales, la regla dice que hay que prometer y prometer y prometer.
Y cuando a alguien se le ocurra preguntar cómo se van a pagar las promesas que se hacen, salir con cualquier evasiva para no pronunciar una palabra maldita: impuestos.
Alguna vez, como aspirante a la presidencia de los Estados Unidos, George W.H. Bush, en su discurso de aceptación de la candidatura el 18 de agosto de 1988 pronunció la frase: “Read my lips: no new taxes”, que fue la más recordada de su discurso. Y pasó a la historia.
Bush ganó la elección de aquel año, pero la realidad le impidió cumplir su promesa.
Las obligadas negociaciones con un Congreso que no controlaba condujeron a un aumento de las tasas de impuestos.
Los electores le cobraron la promesa incumplida y en 1992, en su intento de reelección, fue apabullado por Bill Clinton.
La lección es que es mejor omitir el tema en una campaña electoral.
Lo único malo es que, si bien al tema se le puede excluir de las campañas, no es posible excluirlo de la realidad.
El 4 de enero de este año escribí en este espacio un texto titulado: “La palabra maldita: reforma fiscal”.
Y le señalaba que este tema es como un fantasma. Se aparece y asusta y nadie lo quiere ver. Sin embargo, ronda entre los equipos económicos de las candidatas a la presidencia.
Hoy, el asunto adquiere más relieve tras la presentación del escenario económico del próximo año en los Pre Criterios de Política Económica para 2025, que la semana pasada dio a conocer la Secretaría de Hacienda.
Como ayer le comentaba, Hacienda identificó correctamente la necesidad de ajustar férreamente a la baja el déficit público, que en su acepción más amplia estima para este año en 5.9 por ciento del PIB. El planteamiento es que debe bajar al 3 por ciento.
La cifra individual no es alarmante por sí misma, a pesar de ser la mayor en décadas. Lo verdaderamente preocupante es la trayectoria que pudiera tener en los próximos años.
Si las agencias calificadoras no ven que en 2025 hay un cambio de trayectoria, será difícil que salvemos el riesgo de una degradación en la calificación de la deuda soberana en algún momento del próximo año.
Para evitarlo, Hacienda propuso bajar los requerimientos financieros del sector público a 3 por ciento del PIB el próximo año desde el 5.9 por ciento del actual.
Para conseguirlo, se requiere una reducción del gasto programable de alrededor de 580 mil millones de pesos.
En términos reales es un ajuste de 12 por ciento.
Se ve cuesta arriba un apretón de ese tamaño pues los programas sociales de este gobierno, que en muchos casos ya son constitucionales, requieren asignaciones crecientes. Por ejemplo, la pensión para adultos mayores tendría un incremento de casi 18 mil millones de pesos, que incluso podría quedarse corto.
El argumento oficial es que es factible hacerlo al terminar los proyectos de inversión que requieren desembolsos de una sola vez pues la inversión será menor.
La estimación de la inversión pública para este año en el documento referido es de 1 billón 108 mil millones de pesos. Para el próximo año, la previsión es de 890 mil millones de pesos.
La reducción de la inversión pública sería fuerte, de 218 mil millones, pero se quedaría lejos de conseguir la baja del gasto prevista.
Los inversionistas y las calificadoras seguramente aceptarían que la reducción del déficit del próximo año fuera inferior a la que establecen los Pre Criterios, siempre y cuando observen que se prepara una reforma en materia fiscal que asegure ingresos futuros y que se anuncien modificaciones sustanciales en el modelo de negocio de Pemex.
De otra manera, tendremos un primer año del sexenio muy agitado financieramente.
Quizás el tema sea prematuro. No sabemos ni quién va a ganar la elección ni cuál vaya a ser la composición del Congreso, pero le aseguro que el tema de la reforma fiscal va a ocupar mucho espacio en la discusión futura.