Una de las particularidades de la política en México es el presidencialismo.
Este tema se ha estudiado ampliamente por muchos a autores y desde hace muchos años.
Pareciera que una parte de la cultura política mexicana requiere que exista un personaje con todo el poder, un caudillo, o como antes se decía, un ‘tlatoani sexenal’, aludiendo a los aztecas.
Durante la Revolución Mexicana hace ya más de un siglo, surgieron diversos líderes y el sistema político que se estableció entonces fue altamente inestable porque uno tras otro, pretendían encabezar la República y lo que se producía era una secuencia de asesinatos, golpes de Estado y asonadas que generaron un gran caos durante cerca de dos décadas.
La institucionalización de la Revolución Mexicana a partir de la fundación del PNR en 1929, finalmente eliminó esta circunstancia.
Pero no se trató de un proceso lineal. Por cinco años, junto con el Partido Nacional Revolucionario convivió el maximato, a través del cual Plutarco Elías Calles pretendió controlar el poder por encima de los presidentes.
Fue hasta que Lázaro Cárdenas decidió usar los recursos que le daba la Presidencia para quitarse de encima a Calles, y lo expulsó del país.
Fue a partir de ese momento que se definió la singularidad del sistema político mexicano en el que el presidente en turno nombraba a su sucesor y tras terminar su periodo se hacía a un lado para dejarle el poder.
Cada presidente encarnaba no solamente el Poder Ejecutivo del que legalmente estaba investido, sino también los llamados poderes metaconstitucionales, una de sus expresiones más relevantes era la definición de su sucesor.
Esto implicaba una especie de ‘monarquía republicana’, que fue muy difícil de dilucidar para los estudiosos de la teoría política.
Así nos mantuvimos durante 70 años, hasta el año 2000, cuando el triunfo de Vicente Fox como primer presidente de la alternancia, rompió con esta secuencia.
En los siguientes gobiernos hubo diversas alternancias y tensiones.
Aunque Felipe Calderón ganó las elecciones en el siguiente gobierno, su gestión estuvo siempre bajo la presión de una elección cuestionada por una parte significativa de la sociedad.
A Calderón lo sucedió un presidente de otro partido: Enrique Peña Nieto.
Y a Peña Nieto lo sucedió también otro partido encabezado por Andrés Manuel López Obrador.
Hoy, pese a las declaraciones públicas respecto a que el candidato de Morena se definirá mediante encuesta, a nadie le cabe duda de que López Obrador ejercerá sus facultades metaconstitucionales.
No se trata solamente de continuar con la tradición que tuvieron los presidentes mexicanos en la etapa priista, sino, específicamente, el tema es que López Obrador pretende darle continuidad a su proyecto, que presuntamente apunta a una transformación de la sociedad para la cual no le es suficiente un periodo sexenal.
Por esa razón, probablemente, el criterio fundamental del actual presidente de la República para designar a quien aspire a ser su sucesor será el garantizar la continuidad del proyecto.
Desde luego que una condición para ello es que quien sea designado pueda ganar la elección.
Sin embargo, en las actuales circunstancias, pareciera que López Obrador tendrá un amplio margen de maniobra para definir a quien lo suceda pues, de acuerdo con las circunstancias que hoy existen, no tendrá que preocuparse por el resultado de la próxima elección, ya que Morena tiene toda la ventaja, según observamos en la encuesta de El Financiero publicada el día de ayer.
Una circunstancia diferente sería aquella en la que se configurara un frente opositor robusto, en el cual las fuerzas políticas que no se identifican con el actual gobierno, y que son fundamentalmente cuatro partidos, se unieran para proponer a un solo candidato fuerte.
Por lo pronto, esa probabilidad se percibe distante, y por lo mismo, el triunfo de Morena sigue siendo el escenario más viable, nos guste o no.