Porque se cumplen 50 años de la peor masacre en contra de estudiantes por parte del gobierno mexicano
Este 2 de octubre se cumplen 50 años de la masacre de Tlatelolco perpetrada en la Plaza de las Tres Culturas, por ello, Nación321 te trae dos capítulos del libro El 68, una historia oral más allá de la masacre de Tlatelolco, del periodista Emiliano Ruiz Parra.
El libro completo puedes descargarlo aquí.
LA BATALLA DE TLATELOLCO
El 18 de septiembre el ejército tomó Ciudad Universitaria. Los estudiantes salieron por piernas y dejaron el campus a los tanques y batallones de soldados. Unos días después, el 23 de septiembre, el gobierno quiso tomar el Casco de Santo Tomás, pero los politécnicos reaccionaron por completo diferente: resistieron.
Muchos del Poli venían del interior del país, eran hijos de obreros o campesinos; en los casi dos meses de huelga el IPN se había convertido en su casa. No se trataba sólo de defender la huelga; había que defender la escuela, su nueva casa: sus bancas y laboratorios, sus bibliotecas y sus aulas, de las garras destructoras de la policía. Esos días la Ciudad de México atestiguó dos batallas históricas. O una misma batalla librada en dos frentes.
Los granaderos atacaron el Casco de Santo Tomás y se toparon con la resistencia de miles de jóvenes que respondieron con bombas molotov, piedras y cohetones lanzados con tubos de agua.
Y entonces ocurrió uno de esos destellos de destreza militar que surgen de la gente de a pie. Los estudiantes de la Escuela Vocacional 7, la “Piloto Cuauhtémoc” (no porque Cuauhtémoc fuera piloto —era tlatoani—, sino porque era un proyecto piloto de una Vocacional que enseñara literatura, psicología y otras humanidades además de las materias técnicas) pensaron en cómo podrían ayudar a sus compañeros de Santo Tomás.
La Voca 7 estaba en la Unidad Tlatelolco, se había construido ahí en 1965 para ofrecer a los jóvenes de esos edificios una opción de bachillerato de primer nivel. Los tlatelolcas, por lo tanto, la sentían suya, sus hijos eran sus estudiantes y se habían involucrado en el Movimiento Estudiantil y estaban dispuestos a defenderla.
Ilustración: Archivo Alejandra Ortiz Angulo
Estudiantes y vecinos se prepararon para la batalla: con cucharas, los niños arrancaron las piedras de las calles empedradas; los chavos armaron cientos de bombas molotov, y alistaron hondas con tuercas de desecho que les habían regalado los ferrocarrileros democráticos. La idea no era defender el campus, sino atraer a los granaderos a la Voca 7; distraer a las fuerzas del gobierno del ataque al Casco de Santo Tomás.
Los estudiantes salieron a prenderle fuego a automóviles y patrullas, a bloquear calles. Pero nada. El gobierno no mordía el anzuelo. Había que ir a un punto estratégico: el cruce de Paseo de la Reforma y avenida Insurgentes.
Rompieron los semáforos y crearon un caos vial. Los granaderos no tuvieron de otra y a las 7 de la tarde llegaron a la Unidad Tlatelolco a enfrentar a los chavos de la Voca. Y ahí empezó la batalla.
De las azoteas les llovieron piedras que les arrojaron niños y adolescentes. En esos años, a las casas de los chilangos había llegado un invento nuevo: el bóiler automático, que también se convirtió en un arma: las amas de casa regaron a los policías con miles de litros de agua hirviendo. A los tiras les lanzaron bombas molotov, tiros de honda y resortera.
De la Voca 9 llegaron refuerzos: el equipo de futbol americano, con cascos y uniforme, fue a taclear a un grupo de granaderos. Los madrazos se extendieron a los barrios bravos del norte de la ciudad: de la Santa Julia hasta Tepito, los chavos banda, los chakas, los comerciantes, los mariguanos, los chambitas y los ninis de aquel entonces, resentidos con la policía porque los detenían y hostigaban a cada rato, se sumaron a los estudiantes en peleas físicas contra los policías.
La batalla duró hasta la medianoche, que los granaderos tomaron la Voca 7, pero con la sorpresa de que no había nadie ahí (a los estudiantesno les interesaba defender las instalaciones, sólo distraer a los granaderos). Y así como entraron, salieron.
Al otro día, entre el humo de los gases lacrimógenos, la gente hacía recorridos para visitar la escuela, y asombrarse de los orificios de las balas. Se había cumplido el objetivo: el Casco de Santo Tomás sostuvo su resistencia duranted ías, y el gobierno tuvo que mandar, primero, a la policía montada y después al ejército a tomarlo.
Ilustración: Archivo Alejandra Ortiz Angulo
Cuando llegaron los soldados, los politécnicos ya no opusieron resistencia y se retiraron. El gobierno se vengó. Cerró la escuela. Después del 2 de octubre la Voca 7 nunca volvió a abrir sus puertas en Tlatelolco. Movieron a los chavos a Zacatenco, luego a Iztapalapa, y sepultaron el proyecto de combinar humanidades con materias técnicas.
La Voca 7 de hoy, en la Calzada Ermita Iztapalapa, lleva el mismo plan de estudios de las demás. Las autoridades del IPN cedieron al IMSS las instalaciones de la Voca 7 en Tlatelolco, que instaló ahí una farmacia y algunas oficinas anexas a una clínica.
El último enterrador del proyecto fue el gobierno de Enrique Peña Nieto. En 2013 grúas y trascabos demolieron lo que quedaba de la heroica Voca 7, que le ganó una batalla militar al Estado mexicano en el verano de 1968.
LA MASACRE DE TLATELOLCO
El papá de Josefina Alcázar, un químico de formación militar, había tolerado que su hija acudiera a cuanta marcha, brigada o asamblea quisiera ir. Pero ese día, justo ese 2 de octubre, fue firme: “a la marcha de Tlatelolco no vas, y si te tengo que amarrar, te amarro”. Su entrañable amiga Amalia Zepeda sí había salido de su casa para ir al mitin, pero había ido tarde.
Caminaba por Paseo de la Reforma cuando vio a lo lejos a un helicóptero disparar una luz de bengala. Luego vino el ruido de una guerra: cascadas de balas que se estrellaban contra el pavimento.
Un estudiante, corriendo a toda velocidad en sentido contrario, le previno que no se acercara, que los soldados estaban disparando hacia la gente. Quienes sí estaban en la Plaza de las Tres Culturas —la Plaza de las Sepulturas, la llamaría después el líder ferrocarrilero Demetrio Vallejo— eran Joel Ortega, Francisco Pérez Arce y Mariángeles Comesaña, cada uno por su lado.
Joel Ortega estaba en la entrada del edificio Chihuahua y alcanzó a salir por el lado oriente de la Unidad Tlatelolco, debajo de los disparos de un helicóptero artillado.
Paco Pérez Arce se refugió en un departamento con otros 20 estudiantes, salió dos horas después cuando la balacera amainó; un soldado lo dejó escapar de Tlatelolco y corrió por Paseo de la Reforma hasta que pudo abordar un autobús.
Mariángeles Comesaña, después de correr, ver cuerpos caer, tocar puertas de departamentos, pudo escapar de Tlatelolco con la mentira de que había salido a comprar pan. Ellas (y ellos) tuvieron suerte.
De unas 10 mil personas que había en la Plaza de las Tres Culturas, dos mil o tres mil fueron detenidos (una detención ilegal), unos 200 cayeron heridos, una decena desapareció y 60 fueron asesinados.
Foto: Archivo UNAM
¿Qué ocurrió la noche de Tlatelolco?
De acuerdo con los investigadores, la masacre del 2 de octubre fue un operativo de Estado para sofocar con sangre el Movimiento Estudiantil. Con una semana de anticipación, el ejército tomó el control de departamentos de la Unidad Tlatelolco, que usaría como centros de detención temporal. Ese día intervinieron —cuando menos— tres cuerpos de las Fuerzas Armadas.
Unos 200 francotiradores del Estado Mayor Presidencial, que estaba bajo las órdenes directas del presidente, se apostaron en los pisos superiores e iniciaron la balacera sobre la muchedumbre, incluidos los soldados.
En los alrededores del edificio Chihuahua se había apostado el Batallón Olimpia, un batallón de élite del ejército creado para los Juegos Olímpicos. Vestían de civil y se identificaban con un guante blanco o un pañuelo también blanco en la mano izquierda.
Su misión era detener a los miembros del Consejo Nacional de Huelga, los líderes del Movimiento, que estaban concentrados en la terraza de ese edificio, desde donde dirigían discursos.
Y por último la tropa del ejército, que cerró las salidas de la plaza y entró con bayoneta calada. Acaso por eso heridos y muertos tenían heridas y disparos en la espalda y las nalgas. El operativo militar encajonó a la multitud y la sometió a horas de terror.
Y tenía otro propósito: respaldar la versión oficial que al día siguiente aparecería en los periódicos: que comandos armados del CNH abrieron fuego desde las azoteas y tiraron contra las tropas y la gente, y que el ejército había respondido también a balazos a la agresión.
Era la verdad histórica que se inventaba el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz para lavarse las manos, tal como 46 años después el gobierno de Enrique Peña Nieto se inventaba la verdad histórica de que 43 normalistas de Ayotzinapa habían muerto calcinados a manos deun grupo del crimen organizado en el basurero de Cocula, Guerrero (un organismo de expertos internacionales, el GIEI, desmintió la historiade la incineración en el basurero).
No hay que olvidar que los 43 de Ayotzinapa habían llegado a Iguala, donde fueron balaceados y secuestrados por policías, a tomar camiones para acudir a una manifestación en honor a los caídos del 2 de octubre de 1968.
El régimendel PRI, viejo o nuevo, repetía sus costumbres. En ambos casos las supuestas verdades históricas cayeron rápido.
En enero de 1971, un par de meses después de que Díaz Ordaz dejara la Presidencia, Elena Poniatowska publicó La noche de Tlatelolco, una crónica coral que reunía cientos de voces de personas que habían estado en la plaza, y que derribaban con sus testimonios la versión del gobierno.
Poniatowska recoge relatos estremecedores: de testigos que vieron a personas entregarse y fueron acribilladas; de jóvenes que se comían sus credenciales mientras estaban ocultos en algún departamento para no ser identificados como estudiantes; de soldados que descalzaban y desnudaban a los líderes, o rapaban las cabezas de los jóvenes para humillarlos porque el cabello largo era símbolo de rebeldía, de las golpizas de los soldados contra los jóvenes, de las madres que recorrían morgues, hospitales y cárceles en busca de sus hijos, una de ellas, la mamá del Búho.
Foto: Archivo UNAM
Al otro día la prensa informó que habría poco más de 20 muertos (la cifra osciló entre 24 y 28, según la fuente) y Díaz Ordaz reconoció 27 muertos. A lo largo de las décadas se manejaron cifras enormes: la periodista italiana Oriana Fallaci, herida en la masacre, dijo que hubo más de 500 víctimas y el diario británico The Guardian reprodujo esa cifra. Se habló de un parte de guerra que reportaba 504 asesinados y diarios mexicanos han especulado hasta con 700 caídos.
La Fiscalía Especializada en Delitos del Pasado, la FEMOSPP, tras una investigación rigurosa, comprobó 60 muertos y 10 desaparecidos. “500 muertos fue una versión amarillista, estridente, que lejos de servir al Movimiento le sirvió al Estado”, sostiene Joel Ortega.
Y acaso tenga razón, porque si algo queda claro fue que la masacre de Tlatelolco tuvo como objeto infundir terror entre la población, y una cifra tan grande provocaba un terror más paralizante. Al otro día, el 3 de octubre, la Ciudad Universitaria lucía vacía.
“Si creen que hemos claudicado regresen cuando estemos muertos”, decía una pinta que leyó Amalia Zepeda en un muro, antes de entrar a la Escuela de Economía y ver que la asamblea tenía menos de 15 personas.
Josefina y Amalia oyeron el rumor de que el ejército tomaría Ciudad Universitaria por segunda ocasión y corrieron a casa.
“Yo sí quedé traumada por el ejército”, me dice Amalia 50 años después,“todos vimos cerros de muertos. Necesitamos una verdad histórica: la UNAM y la historia necesitan recuperar eso, porque es importante saber qué pasó con esas víctimas.
Hay una deuda que saldar antes de que nosotros muramos”, me dice.
La masacre logró su objetivo: en los hechos el Movimiento Estudiantil quedó derrotado: se terminaron las marchas, languidecieron las brigadas y las asambleas, y México pasó de la rebeldía juvenil al éxtasis olímpico. Las Olimpiadas empezaron 10 días después, el 12 de octubre. Por unas semanas Josefina Alcázar se olvidó de la lucha.
Dos de sus hermanas eran edecanes en los Juegos, y de pronto toda su atención se volcó a la fiesta olímpica. Aunque de repente, un buendía, de las propias Olimpiadas vendría una sacudida: en la ceremonia de premiación de los 200 metros planos, los atletas afro americanos Tommie Smith y John Carlos, primer y tercer lugar respectivamente, levantaron el puño envuelto en un guante negro mientras sonaba el himno nacional de los Estados Unidos.
Era el símbolo de resistencia de los panteras negras, el movimiento afroamericano que luchaba por los derechos de su raza. Fue un gesto de enorme valentía, que le costó a Smith y Carlos su carrera deportiva, pues a partir de entonces fueron marginados de las competencias profesionales. Ese gesto de los black panthers fue una sacudida para Josefina Alcázar.
Le recordó quién era, de dónde venía, a dónde iba ahora que había reinventado su destino. Después de las Olimpiadas, Josefina se comprometió con la militancia de izquierda, entró al Partido Comunista, participó, se dedicó a visitar presos políticos en Lecumberri, a llevarles alimentos y cartas escondidas en el tacón de su zapato. El Movimiento estaba vencido, pero la semilla de la libertad ya germinaba