Si algo ha hecho el presidente de la República Andrés Manuel López Obrador en 19 meses de gobierno es hablar.
Hablar, hablar y hablar. No para todos; quizá para los que cree que son los suyos; pero si se revisa con cuidado AMLO habla sobre todo para sí; habla como quien, con miles de palabras, quiere convencerse de que el sueño que durante tantos años soñó en primera persona es hoy real para una nación, aunque “los otros datos” digan cosas distintas.
Hablar, en el diccionario político de este gobierno, es muy distinto a conversar. Habla el Presidente cada mañana a sus colaboradores (y sobre todo, lo que estos hablan nadie lo escucha). Habla también en las mañaneras frente a pocos periodistas y demasiados paleros. Habla en giras por los estados.
Habla en videos cada semana. Y, por si fuera poco, habla cada equis meses, como lo hizo ayer, porque le gusta escucharse, porque disfruta autocalificarse: “2º año del triunfo histórico democrático del pueblo de México”, se llamó por ejemplo su palabrerío de ayer. Pero habla sin garantía alguna de que se comunica, porque en esta dinámica presidencial sólo hay emisión, nunca retroalimentación.
Habla y habla López Obrador de un país que pretende real, como si estuviéramos dentro de un antiguo testamento y lo que se construye socialmente debiera ser obra de una sola voz, de una sola visión.
Habla en el vacío, como cuando ocurrió en abril ante un desolado patio de Palacio; o en el semivacío, como ayer ante el desdibujado gabinete que es invitado de palo. Habla en ceremonias sin ceremonial. No existen las otras y los otros. De los poderes, ni hablamos. De los estados, menos. De los entes autónomos o no gubernamentales, ni les habla ni en la vida nacional los hace.
Habla y habla quien está afanado en que asumamos una dialéctica, junto a ese reduccionista “con nosotros o contra nosotros”, de un antes y un después.
Habla para insistir en la parábola de que salvo el puñado de sus favoritos, los gobernantes de tiempos pasados fueron pura oscuridad; mas el brillante mañana no solo nació el 1 de julio de 2018 sino que, esplendoroso, ya está ante nosotros. Por eso suelta cifras, estadísticas y sentencias que hablan, dice vehemente, de la nueva era que ha iniciado con su persona: afortunados de nosotros que podemos atestiguar este parto nacional.
Habla con la historia, con una que él acomoda a partir de su almanaque de citas citables; pero no habla con la actualidad, porque esa de ninguna manera le acomodaría.
Habla de que ya se detuvo la escalada homicida, pero nada sustancial del atentado que remeció al país hace varias madrugadas; habla de la pandemia sin dar mayor explicación de la errática atención a la misma; habla de empleos que según él ya vienen de regreso; habla de respeto a los derechos humanos quien puso en manos de militares la seguridad; habla de democracia al tiempo de que se queja de supuestos embates en contra suya y su movimiento por la reacción, bla bla bla.
Habla más de corridito para decir cuánto hemos avanzando en separación de poderes y Estado de derecho. Habla y escuchan las piedras, las maderas y los tapices del Palacio Nacional, porque el demócrata no fue el año pasado el Congreso: hablar sin parlamentar.
Habla de una victoria electoral en un recinto oficial. Si lo de ayer lo hubiera dicho en la sede de su partido (¿habrá sede de Morena o también esa la carranceó la anterior dirigencia?), que diga misa. Pero hablar por hablar, con himno y honores a la bandera, no suena a altura de estadista.
Habla el Presidente. Y nadie más. El PRI de siempre lo podría coronar: Ave Andrés, habla, aunque no des nota, ni digas nada distinto desde hace meses. Qué más da, si a ti te gusta escucharte, la patria está de más.