El poder que parece más susceptible hoy a la opinión pública es el que no depende del voto ciudadano y el que está llamado a interpretar la ley y no la política. Paradójico o no, así están las cosas en México: el actuar de la Corte denota sensibilidad al contexto social.
Las decisiones que toman los 11 ministros pueden gustar o no. A veces cosechan sonoros aplausos, en otras ocasiones los reproches son contundentes. Pero debemos acreditar que, como en su decisión del pasado 14 de marzo, hoy lucen más conectados con la realidad que el Poder Legislativo, y no se diga que el Ejecutivo.
La falta de apertura del Presidente de la República a cualquier cosa que no sea su doctrina es tal, que le cuesta incluso compartir la indignación generalizada cuando, por ejemplo, matan a una periodista u ocurre una masacre. Lo hace a regañadientes, denotando impostura. Desdeña a la opinión pública en eso y en tantos temas que hasta sus paleros matutinos a menudo se llevan chascos, porque también a tan obsequiosas personas batea.
Y con demasiada frecuencia la mayoría que rige en las cámaras legislativas también pasa de largo no sólo de lo que se dice en la prensa sobre alguna iniciativa: ni las formas guarda el oficialismo frente a los reclamos de la oposición en San Lázaro o en el Senado. Les aplican el mayoriteo con todo y “descalificación” por ser minoría.
Vivimos tiempos, pues, que ni en Palacio Nacional ni el Congreso de la Unión hay voluntad de atender críticas, sugerencias, disensos o denuncias.
Tal actitud ha permeado hacia niveles inferiores (nunca mejor dicho) al punto de que la directora de Conacyt es campeona en la conducta de ni los veo ni los oigo y háganle como quieran. La petulancia, el descaro o de plano el cinismo campean; los casos de Gertz y su SNI con o sin plagios, o el de la imposición de director en el CIDE son símbolos de la cerrazón impenitente.
La Corte, en cambio, parece que aún no pierde del todo su conexión con las expresiones que le demandan atención a temas que la sociedad encuentra urgentes, sustanciales o de plano agraviantes, como el de la señora Alejandra Cuevas y su madre, procesadas a instancias del fiscal general de la República.
La revelación de las llamadas telefónicas donde Alejandro Gertz Manero y su brazo derecho reconocían maniobras con algunos ministros de la Corte para aderezar a su favor un proyecto de sentencia provocaron indignación, a la que los aludidos respondieron de manera muy distinta.
Intérprete disciplinado de la cultura de cerrazón y desdén instalada por el Ejecutivo federal, Gertz abandonó su ostracismo mediático para ponerse a la defensiva. Para nada se cohibió frente a lo que todos escuchamos, para nada pensó en renunciar. No por nada López Obrador le palmeó la espalda en público.
Se puede decir, en cambio, que las llamadas provocaron que en la Corte se supieran observados; parecen conscientes de que lo que decidan en este caso les podría acompañar, en lo personal y en lo colectivo, por mucho tiempo.
Cierto que quizás el impacto de las llamadas en las y los ministros esté permeado por la carrera sucesoria ahí; y cierto también que frente al caso de marras hay miles más que el Poder Judicial no muestra prisa en resolver, como éste mismo, que también han tardado demasiado en sentenciar.
Pero dada la cerrazón del Legislativo y en Palacio, alienta creer que a la Corte, símbolo del Judicial, parece todavía importarle el qué dirán. Algo es algo.
Hoy lucen más conectados con la realidad que el Poder Legislativo, y no se diga que el Ejecutivo