Este miércoles se cumplieron 10 años del asesinato de Marisela Escobedo. Días antes, The New York Times publicó un reportaje sobre “otra Marisela”, sobre otra madre a la que le mataron a su hija y que también murió asesinada por demandar justicia. Ambos casos representan mucho más que historias que se repiten; son el recordatorio de un insondable fracaso nacional.
Gracias al documental Las tres muertes de Marisela Escobedo, estrenado hace un par de meses, podemos repasar una década fallida en cuestión de justicia. En ese caso chihuahuense la impunidad campea al punto de que la venganza de los delincuentes no para con el asesinato de la madre justiciera. Deudos de Marisela han tenido que migrar a Estados Unidos dado que los criminales tampoco perdonan a familiares de quienes les desafían.
Ese documental pudiera ser visto como un prólogo del reportaje de Azam Ahmed en el Times. Una especie de “si ustedes creían que la sociedad mexicana algo aprendió de la mártir de Chihuahua, aquí tienen lo que pasa en San Fernando, Tamaulipas”.
Ahmed recrea la historia de Miriam Rodríguez, que luego de perder a Karen en 2014 se dedicó a cazar a todos los involucrados en el secuestro y asesinato de su hija. Los criminales cobraron la eficacia y valentía de esta madre matándola el 10 de mayo de 2017 a las puertas de su casa.
El periodista estadounidense expone, además, un nuevo secuestro y asesinato en San Fernando. Uno ocurrido apenas en julio pasado. Uno que está impune y que tiene a una familia quebrada y, no sin razón, temerosa de que si emprende una cruzada como la de Miriam Rodríguez para demandar que las autoridades hagan su trabajo pueden terminar con otro de sus integrantes en el panteón.
Porque al final de cuentas en estas historias, salvo de manera accidental o incidental, las policías, las fiscalías e incluso los juzgadores no son protagonistas. Las víctimas, una vez más, son las únicas que desarrollan habilidades y que despliegan esfuerzos para hacer que los victimarios sean castigados.
Nuestro tránsito hacia un modelo de la justicia oral, que arrancó precisamente en Chihuahua, donde vivían Marisela y su familia, no ha cuajado en un esquema funcional. Tenemos fiscalías que ni reclutan ni capacitan a sus integrantes en la perspectiva de que litiguen y ganen casos.
Por eso, el cambio en el Ejecutivo federal en 2018, o las renovaciones o alternancias de tantos gobiernos estatales, dan el mismo resultado: la escalada de homicidios no se detiene, y por ende la impunidad sigue igual. O viceversa.
Porque tenemos municipios y estados que en tiempos de AMLO padecen reducciones en los fondos para la justicia (mismos recursos que, también hay que decirlo, muchas veces en el pasado se desviaron o usaron mal). Y tenemos una Fiscalía General de la República que es buena para hacer cantar a algunos procesados del sexenio pasado, pero ¿para algo más?
En el reportaje de Ahmed hay una frase muy dura. El periodista escribe sobre la ilusión que alienta a quienes esperan ver de nuevo al familiar secuestrado, sustraído: “La esperanza es como una toxina que envenena a muchas familias de desaparecidos. Algunos se despojan de ella y pasan la página, pero otros la conservan hasta que los destruye”.
En México buscar justicia implica asumir riesgos de padecer la venganza de los criminales. ¿Pero qué sociedad está más destruida, aquella con esperanza, así sea peligrosa o envenene, o aquella que se ha resignado a sobrevivir sumando aniversarios de madres asesinadas por exigir al Estado que cumpla con su función más elemental?