En México, la violencia ligada a las elecciones tiene muchas décadas. Basta con recordar que Gonzalo N. Santos se jactaba de la sangre opositora que hubo que limpiar en la casilla donde votaría un presidente de la talla del general Lázaro Cárdenas.
Los comicios que deberían concluir el 6 de junio son, en algunas regiones, una competencia a balazos. Cada día se agregan noticias de atentados, mortales o fallidos, en contra de candidatos de todos los partidos, pero mueren más (nueve de cada 10) aquéllos que buscan el cargo desde la oposición, según ha podido mostrar la consultora Etellekt.
La imperfecta democracia mexicana se inauguró con un bautizo de sangre. A unas horas de la histórica elección del 6 de julio de 1988 en la que Cuauhtémoc Cárdenas desafió al PRI, sus colaboradores Francisco Xavier Ovando Hernández y Román Gil fueron masacrados. La cantidad de perredistas asesinados desde entonces se cuenta por cientos.
Pero no por histórica, esta realidad es la deseable. Que los ciudadanos voten libremente a representantes legítimos es un invento que pierde sentido si la violencia se inmiscuye. Toca a los gobiernos garantizar las condiciones para que los comicios no sean capturados por nadie, ni mediante la compra de votos, ni mediante amenazas a votantes y/o candidatos.
En ese sentido el del presidente Andrés Manuel López Obrador –también– se parece a gobiernos del pasado. Porque tampoco es nuevo que los gobernantes desdeñen el clamor de atender los asesinatos, los normales y los que tienen tinte político.
En tiempos de Enrique Peña Nieto, por ejemplo, la Secretaría de Gobernación y el procurador general de la República tuvieron denuncia, en agosto de 2014, de que el alcalde de Iguala, Guerrero, José Luis Abarca era el cabecilla de un grupo que retenía y mataba políticos en aquella zona.
Miguel Ángel Osorio Chong y Jesús Murillo Karam desdeñaron las peticiones de líderes de la izquierda perredista para intervenir. Semanas después Ayotzinapa le estalló en la cara al gobierno peñista, que nunca se recuperó de su negligencia al lidiar con la desaparición y muerte de los estudiantes normalistas, caso en el que también Abarca fue acusado.
En lo que ha innovado Andrés Manuel, al menos en la historia reciente, es en su manera de presentarse como imperturbable por la violencia que asesina a ciudadanos y políticos. Ya sea el viernes pasado, cuando le llevaron a Palacio el tema del secuestro de la candidata de la alianza opositora en Valle de Bravo, o ayer cuando en la mañanera le preguntaron por el homicidio de Alma Barragán, contendiente de MC en Moroleón, para el Presidente sólo importa su agenda y lo demás son cosas a las que, a lo mucho, dispensa unas palmaditas.
Sobre la candidata de Movimiento Ciudadano asesinada el martes, ayer el mandatario se limitó a decir que era “muy lamentable”, enviar el pésame a sus familiares, decir que toca a Guanajuato la investigación y a asegurar que su gobierno ayuda a candidatos que piden protección. “Y decirle al pueblo”, remató AMLO, “que no debemos de atemorizarnos, tenemos que participar y salir a votar”.
Para erradicar la violencia electoral se requiere que el gobierno de la República mande señales contundentes, acompañadas de acciones efectivas, de que esos crímenes serán castigados, que no habrá impunidad. Por desgracia eso –volver una prioridad el comprometerse a perseguir a criminales, y que ese compromiso sea creíble y evidente– es exactamente lo que no hace Andrés Manuel López Obrador, imperturbable a pesar de cómo la violencia se enseñorea en la arena electoral. Quizá piense que la violencia es cultural.