A trompicones, sin querer y en medio de la confusión, el régimen está en un punto donde puede decantarse hacia su recompostura o descompostura.
Los desplantes, las puyas y los desacuerdos entre los poderes Ejecutivo, Legislativo, Judicial y los órganos autónomos constitucionales de control abren la posibilidad de encontrar o perder equilibrios y contrapesos, así como de construir o derruir una relación respetuosa entre ellos. Tal circunstancia no deriva de la esencia de un propósito manifiesto y compartido, sino del accidente de intenciones unilaterales o, bien, de los errores y excesos en que incurren –a veces sin darse cuenta– o del protagonismo que envanece a los más conspicuos representantes de esas instancias.
De la inteligencia, velocidad y consecuencia de los pasos subsecuentes que den funcionarios, legisladores, jueces y comisionados dependerá si el régimen se recompone o descompone, justo cuando allende se ventila el grado de penetración del crimen en el Estado mexicano y la corrosión que provoca en su estructura y c los partidos crujen.
Días singulares y determinantes estos, donde se juega el destino nacional.
La actitud de los actores políticos no acaba de definir su próxima conducta.
La consabida fórmula reyesheroliana de que la forma es fondo, no aplica de oficio en la realidad prevaleciente. Al menos, no hasta ahora. Los actores representan un rol, pero no lo encarnan. Hacen gala de bravuconería, no de valentía. El gesto adusto o endurecido, no oculta el miedo y la mediocridad que corre por sus venas.
Los símbolos con que uno intenta mostrar su preponderancia sobre el otro o éste su autonomía frente aquel no llegan a constituirse en un signo y, en el espacio entre el parecer y el ser, se perfila la disyuntiva frente a la cual se halla el régimen: arreglarse o averiarse.
Guardar el asiento en vez de levantarse en muestra de saludo, pero ponerse de pie para rendirle honores al personaje. Sentar en los extremos del presídium a quienes representan un poder semejante, pero distinto al Ejecutivo con tal de no reconocerlos y tenerlos al lado. Impedir el acceso de la escolta militar armada al salón de plenos, pero darle entrada en el vestíbulo y, luego, titubear de lo hecho. Interpretar como victoria una derrota y jactarse de un triunfo en el fracaso. Citar a los magistrados para “dialogar” su sentencia y, ante la negativa de someter a consulta su decisión, amenazarlos con revisar su función. Atrasar so pretexto de revisar la iniciativa de reforma electoral que tiene por destino la Corte para determinar su in o constitucionalidad, luego de impulsarla a fuerza. Sortear nombramientos con tal de no construir acuerdos. Militar en supuesta defensa de una institución a partir de un protagonismo desbocado y alejado de la tarea de arbitrar con imparcialidad un proceso.
Todas esas expresiones son oraciones con sujeto y verbo, pero sin complemento. Revelaciones de un malestar entre los poderes que no terminan de enarbolar su queja y, en su tibieza y contradicción, dejan en duda si las actitudes transitarán a actos y conductas consecuentes. Son gestos, no posturas. Si se quiere llamadas de atención, temerosas de exigir una rectificación. Síntomas de algo que puede suceder, pero no acaba de ocurrir y, por lo mismo, dejan flotando en el aire si el régimen está o no en compostura. Piezas de un rompecabezas que, en el fondo, los actores y actrices no osan completar ni desarmar.
Si la ministra presidenta de la Suprema Corte, Norma Piña, en verdad, quiere reivindicar la autonomía del Poder Judicial no basta con mal encarar al Ejecutivo, también debe asomarse a ver qué es lo que defiende. De entrada, fijar postura ante la presunta licenciada Yasmín Esquivel que tiene por colega –donde la solidaridad adquiere tintes de complicidad– y, de salida, asegurarse que el nepotismo, la corrupción y la opacidad no son sello de la institución donde trabaja sin distinguirse por impartir justicia.
Si el presidente López Obrador quiere hacer una revolución a hurtadillas debe subirse a la montaña, en vez de pedirle a los demás bajarse de la banqueta. Si los diputados no quieren acatar la resolución inapelable de un Tribunal debe declararse en rebeldía, no tomarse un café con los magistrados para ver cómo se arreglan. Si Santiago Creel quiere ir por la candidatura presidencial, no puede tomar la Mesa Directiva de la Cámara de Diputados como plataforma de lanzamiento. Si el fracaso de la reforma electoral a nivel constitucional y reglamentario es evidente, el gobierno y su partido debe asumir que erraron el tono, modo y momento en que la impulsaron. Si el dúo dinámico del Instituto Nacional Electoral siente habitar el castillo de la pureza no tiene por qué envolverse en la boleta.
Las actitudes a medias asumidas por los actores políticos no acaban de definir qué estado guarda el régimen, siendo que si emprendieran actos y acciones consecuentes y firmes podría replantearse, aun en medio de la confusión que apresa a los actores.
En vez de cultivar y cuidar su respectiva parcela de poder y entonar la ronda infantil aquella que dice “el patio de mi casa es particular, se seca y se moja como los demás”, los actores deberían dejar de agacharse y mirar el trasfondo de su pleito.
En vez de ver a quién salpica el juicio de Genaro García Luna y qué raja se puede sacar, deberían tomar nota de cómo el crimen organizado avanza no en el control del Estado que funcionarios, legisladores, jueces y comisionados creen tener escriturado como patrimonio particular y cómo los partidos crujen haciendo de la democracia una tramoya insostenible.
Es hora de decidirse por la recompostura, no por la descompostura del régimen.