Opinión

René Delgado: La incompetencia electoral

El 6 de junio. | Habrá elecciones en todo el país, pero en 15 estados elegirán gobernador | Fuente: Nación321

Está en juego el proyecto nacional y justo, cuando con motivo de las elecciones cabe ponderar su perspectiva, los partidos protagonizan una cerrada incompetencia. Luchan con todo y cómo pueden por el trofeo de la dejadez política. Y, ese absurdo concurso, al cual se destinan casi 27 mil millones de pesos, se presenta como la fiesta de la democracia. ¡Vaya reventón!

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El diccionario define por incompetencia, falta de competencia. Así de simple. Sin embargo, la sinonimia del concepto es mucho más elocuente, la equipara con incapacidad, ineptitud, impericia, insuficiencia, ignorancia, torpeza, inutilidad, ineficacia, negligencia o nulidad.

Tales significados de la incompetencia, en este caso política, pintan de cuerpo entero al régimen de partidos: una colección de formaciones en crisis sin solidez ni cohesión, carente de discurso, práctica y propuesta. Organizaciones bajo control de camarillas distantes de su militancia y mucho más de la ciudadanía, ansiosas por administrar el financiamiento público –siete mil 352 millones de pesos, este año– y determinar, asignar o traficar las posiciones en juego o dominio, a fin de asegurar su hegemonía al interior de su partido. La perversión como divisa.

Así, en ese marco de pobreza política extrema se exhorta a la ciudadanía a votar con cubre y tapabocas; con gel en manos y conciencia; y, eso sí, con la facilidad de llevar su propia crayola si le da cosa el contagio.

Ni siquiera hay un plan B, si la pandemia repunta en fecha próxima a la jornada electoral.

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Mucho les ha dado la ciudadanía a los partidos y muy poco estos han devuelto.

Peor aún, los partidos han hecho de la democracia su patrimonio, reduciéndola al campo electoral, envileciendo los mecanismos de participación directa y limitando la condición ciudadana a la de elector. Al efecto, han construido un complejo, costoso y sobrerregulado sistema y aparato electoral que, pese a sus apologetas, no acaba de consolidarse y sólo funciona bien cuando media una ventaja considerable entre los concursantes.

De a tiro por elección, los partidos reforman ese sistema mirando lo ocurrido, pero sin asomarse al futuro y mucho menos intentando configurar un entramado jurídico satisfactorio y perdurable. Estiran, aflojan, tuercen o modifican a contentillo y con dedicatoria leyes, reglamentos y criterios electorales, a partir de la fuerza de quien se inconforma. Les resulta más fácil cambiar y recambiar leyes susceptibles de burlar, que construir una auténtica cultura democrática.

Cumplido el capricho legislativo, esas reformas mal hechas –ahí está el mazacote del sexenio pasado– a veces ni siquiera se reglamentan como ahora ocurre con la reelección de diputados o la sobrerrepresentación parlamentaria. Obvio, el árbitro queda en medio de la cancha sin silbato, tentado a tocar de tacón el balón o tirarse al césped esperando que la tribuna (no el tribunal) cante “foul”, mientras el dirigente de la República y presidente de Morena sugiere suplantar la ley con una encuesta telefónica para determinar si el popular Félix Salgado Macedonio debe ser candidato. Quizá, el magistrado presidente del Tribunal, José Luis Vargas, se ofrezca de telefonista principal en el call center electoral del Poder Judicial de la Federación.

No asombrará, entonces, si un capo criminal –con o sin carnet político– reclama su derecho a ser votado por la popularidad de la cual goza en la plaza o la región, que exitosamente sustrajo al control del Estado.

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En ese esquema, casi veinte millones de spots resultan insuficientes a estrategas y mercadotecnistas electorales para exponer por qué y para qué quieren los partidos el poder.

Morena pide el voto para continuar la autodenominada cuarta transformación, pero sin explicar qué sigue. No puede decirlo porque, simple y sencillamente, no tiene claridad del destino y, por lo mismo, del itinerario y la hoja de ruta. Actúa como puede porque, entre tropiezos y zancadillas, su gobierno no consigue asegurar los pilares del proyecto y legisla mal para quedar bien con quien debe y, así, muchas reformas pasan a la Corte que, cualquier día, caerá en colapso ante la cauda de litigios y causas que no logran resolver ni acordar los partidos.

La oposición no apoya, pero complementa sin querer al gobierno y su partido. Opone sin proponer. Se alía para resistir, vociferando aquello que repudia, pero callando aquello que pretende.

Y, en la incompetencia electoral, descuellan aquellos candidatos con tufo a carne de reo, mercader de su postulación sin destino, traficante de la posición en juego para, a sabiendas de su derrota, rentar o vender su participación.

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En estos días, el replanteamiento de las empresas productivas del Estado, de las Fuerzas Armadas en tareas distintas a las propias, de la cooperación o rendición ante Estados Unidos ante la crisis migratoria, de la actividad criminal ante el descenso de la pandemia, del límite de la subcontratación laboral, del contenido de los libros de texto… son asuntos calientes, pero sin debate en la arena electoral.

Se dice, con razón, que las elecciones de junio serán las más grandes por cuanto que pondrán en juego más de la mitad del poder en la República y más importantes por cuanto que ratificarán o rectificarán el proyecto nacional en curso. Sin embargo, su sello es el de la incompetencia de los partidos. ¡Qué contradicción!

DE VUELTA

Hace veintiocho años, la columna Sobreaviso encontró hogar en El Financiero. Es menester agradecer cumplidamente a Manuel Arroyo y a Enrique Quintana abrirle la puerta de nuevo. Será deber honrar la casa, el interés de los lectores y la oportunidad de estar de vuelta.

René Delgado 16.04.2021 Última actualización 16 abril 2021 8:4

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