Abrir la sucesión es cerrar el sexenio en curso. El anuncio supone un epitafio, ese es el anverso y el reverso de esa decisión
Qué más da. Si a fin de cuentas los sexenios no duran ya seis años, declarar el término del actual con más de tres años de anticipación no entraña novedad alguna.
Si el sexenio de Enrique Peña Nieto concluyó al primer bienio, el de Felipe Calderón ni siquiera empezó y el de Vicente Fox acabó el día de su elección, por qué éste habría de durar seis años. Después de todo, es un récord haberlo hecho durar dos años y medio con impresionantes índices de aceptación, popularidad, desconfianza y frustración, teniendo por escenario una dolorosa crisis sanitaria con un efecto devastador inconmensurable.
Como en ocasiones anteriores se podrá argumentar haber hecho lo que se pudo, aun cuando muy poco se haya podido. O, peor aún, se podrá echar mano del socorrido recurso de la clase política de vanagloriarse no por lo sucedido, sino por lo que se evitó que ocurriera. En esa lógica, nada extraño es invitar desde ahora a debatir el futuro y asomarse a él.
El futuro que en un país incapaz de superar el pasado y entender el presente, es simple y llanamente preguntarse quién sigue y entrarle al juego de la sucesión. Revivir la ilusión del anhelo sin sustento, aunque después y como tantas otras veces sobrevenga el desencanto bien fundado.
¿Fue eso lo que quiso anunciar el presidente López Obrador al abrir el juego sucesorio? ¿Lo hizo sin querer o adrede?
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Sea o no una maniobra distractora, el afán presidencial de colocar la sucesión presidencial como nuevo centro del debate supone firmar un acta de rendición al mismo tiempo.
Aun cuando es difícil reconocerlo, la apertura del juego sucesorio –justamente por quien debería de postergarlo lo más posible– despide un tufo de agotamiento o renuncia. En el mejor de los casos, el aroma de quien ansía pasar a administrar acciones y obras emprendidas, pero ya no acometer más, así presuma estar resuelto a modificar el eje de rotación del planeta y enviar tres nuevas iniciativas de reforma constitucional.
El reiterado anuncio presidencial –14 de junio y 5 de julio– de la lista de posibles sucesores donde no están todos los que son, ni son todos lo que están, implica varios supuestos: en el reverso de la declaración se escribe el epitafio político de quien lo formula; el banderazo de salida en pos de la candidatura anima una competencia –por no decir, lucha– entre quienes aspiran a ocupar la posición, llevándolos a calcular qué pasos dar o no en su función actual; de por sí desacompasado, el ritmo de la acción de gobierno se frena; el adversario recibe envuelta para regalo una ventaja, colocar en el blanco a los posibles sucesores; y la precipitación del juego reduce inexorablemente el margen de maniobra del mandatario en turno.
Ante ese cuadro, es inevitable preguntar: ¿la idea de precipitar la sucesión es anunciar el fin del sexenio?
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Si en ningún momento es recomendable precipitar el juego sucesorio así sea para distraer la atención o para ver cómo se mueven los aspirantes y qué reaccionan, esta vez se hizo en el peor de ellos.
Justo cuando la coordinación del Ejecutivo y su fracción parlamentaria reclaman armonía, no recelos; cuando el partido en el poder carece de cohesión, organización y dirección; cuando la cantidad de flancos abiertos exige cerrar algunos, en vez de abrir otros hacia adentro y hacia afuera; cuando la circunstancia recomienda apretar filas, no romperlas; cuando la aceptación de la figura presidencial choca con la calificación del gobierno y anima el malestar por la contradicción; cuando la economía demanda certeza y no incertidumbre, dada su frágil recuperación; cuando los gobiernos estatales recién ganados en las elecciones requieren del apoyo y no de los tirones al interior del gobierno federal; cuando el gobierno y su partido están obligados a entender y corregir los errores cometidos, en vez de justificarse con el fácil argumento de haber sido inocentes víctimas de una guerra sucia; cuando el crimen ha mostrado vivo interés por ganar espacio territorial y administrativo…
Por si todo lo anterior no fuera suficiente, se aceleró el juego sucesorio cuando por un mal cálculo político se apostó a realizar dos ejercicios plebiscitarios que pueden colocar en un apuro al gobierno y a Morena. La absurda consulta de si debe someterse o no al imperio de la justicia a los exmandatarios que hubieren incurrido en violación de derechos o ilegalidades, a partir de una pregunta digna de ingresar al salón del galimatías. Y, luego en marzo, la peligrosa consulta de si debe o no revocarse el mandato presidencial. Si el promotor de ambas ideas –el presidente de la República– no consigue llevar, en el primer caso, treinta y siete millones y medio de participantes a las urnas sufrirá un revés importante y si, en el segundo caso, la votación es cerrada aun siéndole favorable recibirá otro golpe. Después de esos eventos, sólo le restará a Morena prepararse para competir por las seis gubernaturas que estarán en juego el año entrante.
¿Qué sentido precipitar la sucesión presidencial?
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Desde el inicio de la gestión presidencial se advirtió cierta confusión entre tesón y terquedad, voluntad y posibilidad, querer y poder, deseo y realidad, ahora inquieta la necedad de seguir una ruta que no conduce al lugar adonde se quiere llegar.
Este año se han cometido errores y, en vez de corregirlos, se han profundizado. Se advierte resistencia a rectificar, a reconocer la urgencia de replantear objetivos y ruta. El tiempo apremia y, en cada paso mal dado, se reduce la posibilidad de enmendar… fuera de duda está, sin embargo, que precipitar la sucesión llevará a clausurar por anticipado el sexenio. ¿Es esa la idea?