Sólo el ansia de alcanzar el pináculo del poder –como lo es la Presidencia de la República– explica el frenesí y el entusiasmo de los nominados a suceder a Andrés Manuel López Obrador, siendo que quien finalmente se tercie la banda tricolor al pecho lo hará maniatado.
La interrogante es cuándo esa mujer u hombre intentará desatarse, dejando ver su propia personalidad sin correr el peligro de resbalar o caer desde la cima y cuánto tardará en pintar la raya entre lealtad al proyecto y obediencia al padrino.
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Ante ese planteamiento, no faltará alguien que formule un doble cuestionamiento.
¿Por qué excluir a la oposición del juego sucesorio si, como algunos creen, nada está escrito en piedra? ¿Por qué hablar del encorsetamiento del o la sucesor(a), cuando el nuevo tema a debate –obviamente puesto en la agenda por el presidente López Obrador– es la irritación provocada en el oficialismo por el contrapeso del cual hizo gala la Corte?
Simple. Hay razones para pensar al gobierno y a Morena, en particular a su líder, le preocupan más los contrapesos institucionales que la oposición partidista y, en tal virtud, le urge asegurar un asunto. Garantizar que quien al final habite Palacio Nacional no se frene ni doblegue ante los contrapesos ni se aparte del sendero trazado por Andrés Manuel López Obrador.
El tema de fondo es de poder, de licencias y, aun cuando resulte paradójico, de ataduras.
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En cuanto a la oposición partidista, es ella misma la que se excluye del concurso por la Presidencia de la República.
Las dirigencias opositoras –entendiendo por tales no sólo a las direcciones, sino también a las coordinaciones parlamentarias y los gobiernos– veneran la idea de que mi casa es chica, pero es mi casa. Buscan defender sus intereses particulares (a veces personales) o conservar las posiciones obtenidas y, si se puede, hacerse de algunas más. No aspiran a más. Incluso, hay en ellas, quienes sólo ansían sobrevivir o evitar la cárcel. No tienen vocación de poder ni una propuesta alternativa de gobierno. Parecen perder el tiempo, pero no: sólo lo gastan.
De seguir por donde van, en la contienda presidencial jugarán un rol testimonial, quizá presencial y activo en otras de las muchas posiciones políticas que estarán en juego el año entrante. Sin embargo, no se advierte en las dirigencias, integrantes de la supuesta alianza opositora, interés por consolidar la coalición y atender el llamado de los organismos cívico-ciudadanos que las instan a coaligarse. Menudo error de estos últimos el haber visto en esas dirigencias y partidos el vehículo para contraponer una opción al poder establecido.
Ni quien excluya a la oposición, se autoelimina. Excepción hecha de Movimiento Ciudadano que, cuando dialoga con aquella, conserva el cubrebocas.
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En cuanto a los contrapesos, valga la redundancia han venido perdiendo peso.
De a poco el poder de los institutos y organismos autónomos fue disminuyendo a causa del mal y pesado diseño de su estructura, por el acomodo en ellos de cuadros sin compromiso o, bien, por el error y el protagonismo de algunos de sus integrantes que confundieron su rol con el del opositor supuestamente apartidista. Claro, también han influido en su debilitamiento las embestidas de las cuales han sido objeto desde el oficialismo, que los ha venido ablandado o colonizando sin conseguir someterlos del todo.
Ahí se explica la irritación que provoca en el gobierno y Morena las resoluciones de la Corte que le marcan el alto. Se topa con un poder que, en su concepto, más de una vez se le fue de las manos y escapó a su dominio. Un poder por naturaleza conservador que, en el colmo del malestar presidencial, ahora reivindica su autonomía e independencia y carga el peso de la decisión oficial y la incapacidad opositora de hacer política. En la Corte rebotan los asuntos que la clase dirigente en su conjunto no atina cómo resolver.
Por eso, el anuncio de la pretensión de reformar en el último mes del sexenio el Poder Judicial que, según esto, ya había sido reformado. Por eso, el ansia oficialista de que quien suceda a Andrés Manuel López Obrador no tenga esa atadura… pero sí otras.
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Si la oposición partidista no le supone un desafío al oficialismo, si los institutos y organismo autónomos ya son lo que nunca llegaron a ser y si, de último momento, se consigue trastocar la estructura del Poder Judicial y salir de esa atadura, lo que resta es que el líder y el movimiento maniaten a quien se mude a Palacio.
Esa tarea la venido haciendo el presidente Andrés Manuel López Obrador, llevando a la Constitución muchos de sus programas y, en esa perspectiva, es preciso entender la revocación del mandato (lo dice bien Diego Valadés) y la consulta popular. Sendos e interesantes mecanismos de participación ciudadana directa con doble filo.
Aparte de ello, entre arrumacos y regaños el mandatario ha emprendido otras acciones. Nominar con anticipación a quienes podían concursar en la sucesión. Administrar frío y calor a los concursantes. Animarlos o frenarlos. Subrayar cómo legitimarlos ante el movimiento. Determinar la continuidad con cambio como divisa a seguir. Fijar cuándo decidir de quién será la candidatura… y, ahora, señala los ejes de la campaña e, incluso, las primeras tareas del próximo gobierno.
Podrán otros factores de poder, formales o informarles, intentar atar a quien haga suya la sucesión, pero en el entretanto el padrino del juego aprieta la cuerda con que ya lo o la maniata.
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La sola duda es si quien finalmente habitará Palacio el próximo sexenio sabe deshacer nudos.
En breve
Al fantasma que habita, habla y vota en la Corte se le ven las costuras de la sábana que usa como toga.
, cuando que quien lo haga llegará maniatado. Asombra el entusiasmo y el frenesí con que la y los nominados luchan con denuedo por suceder a Andrés Manuel López Obrador