Diecinueve cuerpos desmembrados y colgados regresaron a Uruapan a la arena pública. Apurado por la prensa a una definición, el presidente Andrés Manuel López Obrador reiteró que de ninguna manera declararía la guerra a los cárteles de la droga, porque esa estrategia fracasó.
Esa es la percepción pública, derivada de un error de la comunicación política del presidente Felipe Calderón, que sigue pagando el costo de la propia distracción causada por haber declarado la guerra al narcotráfico, sin anticipar que su fuerza retórica ocultaría el análisis de su estrategia a partir de sus méritos.
La estrategia de Calderón rompió los equilibrios de los gobiernos previos con el crimen organizado, donde no enfrentaban a todos en forma simultánea, sino eran aleatorios y selectivos.
Los cárteles sabían que si un sexenio les tocaba ser perseguidos, al siguiente la cacería caería sobre otros. De esa forma, pactaban entre ellos territorios y pagos de piso.
En Uruapan, precisamente, eso comenzó a desbaratarse en septiembre de 2006, cuando La Familia Michoacana dejó cinco decapitados sobre la pista del prostíbulo “Sol y Sombra”, en desafío al Cártel del Milenio, placenta del Cártel Jalisco Nueva Generación.
Semanas antes de tomar posesión, Calderón tenía un diagnóstico sobre la penetración del narcotráfico en México. Más de 80 municipios eran controlados totalmente por los cárteles en Guerrero y Tamaulipas.
En Michoacán, la lucha entre criminales rebasaba al gobierno de Lázaro Cárdenas -hoy coordinador de asesores del presidente-, y le pidió ayuda a Calderón. La DEA, en una reunión secreta en Cuernavaca en septiembre de 2006, presionó para que no fuera laxo como el presidente Vicente Fox, y combatiera decididamente a la delincuencia organizada.
La estrategia cambió. Sacó a la calle a las Fuerzas Armadas para combatir junto con la Policía Federal a todos los cárteles simultáneamente, modificando los incentivos de no pelear entre ellos para evitar la fuerza del Estado, por tener que pelear con los demás para sobrevivir el embate del Estado. La violencia se disparó.
El entonces procurador Eduardo Medina Mora decía que se habían equivocado al “pegarle al avispero” sin prever que la atomización de los cárteles, hizo surgir grupos más pequeños y más violentos con enorme rapidez.
Criticaba sutilmente al arquitecto de la estrategia, el secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, que había adaptado lo que hicieron en Palermo, Bogotá, Medellín, Miami y Nueva York. Calderón se vistió de militar -otro error- y endureció su discurso.
García Luna explicaba que el incremento en la violencia era resultado del combate frontal, y que la estrategia consistía en ser más rápidos que los cárteles en su reorganización y reclutamiento.
Afirmaba que si lo hacían bien, la incidencia delictiva bajaría. En mayo de 2011, con dos mil 131 homicidios dolosos registrados, se dio ese punto de inflexión, y comenzó a bajar la tasa.
Sin embargo, convencieron a Peña Nieto que la violencia obedecía a que el Estado los confrontaba y prohibió combatirlos. Ocho meses después, al ver la equivocación, revocó la orden. Llegó tarde. Dejarlos en paz permitió a los cárteles su recuperación.
Uruapan es uno de sus botones, donde el Cártel Jalisco Nueva Generación recuperó el control territorial y están liquidando a una de las externalidades de la guerra de Calderón, la banda de Los Viagras.
El mismo error comete López Obrador. No está enfrentando a los cárteles y quiere que sean las propias organizaciones criminales las que se depuren. Dejar de combatirlos, como hizo Peña Nieto, no resolverá la inseguridad ni bajará la violencia. Permitir que opere el Cártel Jalisco Nueva Generación elevará los índices criminales y aumentará los homicidios dolosos, como se está viendo en el comparativo con los gobiernos anteriores.
Uruapan es claro ejemplo de ello. Como publicó La Voz de Michoacán el viernes pasado a propósito de los 19 cuerpos desmembrados y colgados, “asesinatos, balaceras, cuerpos embolsados, ataques a civiles y servidores públicos, calcinados, mutilados y decapitados han sido los constantes hechos de violencia ocurridos en Uruapan desde que comenzó este año”. Ha sido el semestre más violento en esa ciudad, al incrementarse 175% la incidencia delictiva, y en el primer semestre del año, casi se duplicaron los homicidios dolosos registrados en ese mismo periodo del año pasado.
La segunda ciudad más grande en Michoacán es un microcosmos del país, y un anticipo del destino al que vamos si no se corrige el rumbo. Peña Nieto dejó un desastre de país en materia de seguridad y un sistema colapsado.
En el primer mes de gobierno de López Obrador, la cifra de homicidios dolosos llegó a dos mil 474; en junio, fueron dos mil 560. Funcionarios federales celebraron la imperceptible baja y aseguran que la incidencia decrecerá.
Probablemente subirá porque a la estrategia equivocada de no combatir cárteles se le suma el factor adicional de la política de austeridad, que redujo la capacidad de fuego de las fuerzas federales, mientras que la impunidad a los narcotraficantes les da altos márgenes de utilidad para contratar más asesinos y comprar mejores armas.
El gobierno de López Obrador va hacia el pantano en donde se ahogó el gobierno de Peña Nieto. Aún así, hay una gran diferencia entre ellos. Peña Nieto y su gobierno fueron incapaces de sanar lo que dejaron pudrir, pero nunca se plantearon como estrategia final abrazos en lugar de balazos. Dada esta visión, si no hay una reconsideración radical, de lo mal en estuvimos el sexenio pasado, estaremos peor en el futuro.
Nota: En la columna del 8 de agosto se menciona incorrectamente que Luis Vega Aguilar es diputado plurinominal. Fue registrado como tal, pero la asignación de plurinominales no le favoreció ante los resultados electorales.