Un día sí y el otro también, el presidente Andrés Manuel López Obrador arremete contra los medios de comunicación. Algunos son sus clientes, como Reforma y El Universal, a quienes llama “pasquines inmundos”. Tiene clientes frecuentes como Enrique Krauze y Héctor Aguilar Camín, los historiadores que escriben artículos periodísticos, a quienes denomina “intelectuales orgánicos” y jefes de una gran conspiración conservadora contra él. López Obrador ha dicho varias veces que ya nadie ve periódicos ni le hace caso a quienes escriben en la prensa, aunque invierte demasiado tiempo en ese gremio que, paradójicamente, le impone en más del 70% de las veces la agenda. Dueño de la conversación, el Presidente no controla la temática de lo más importante y trascendente.
El litigio de López Obrador con medios, periodistas e intelectuales no es nuevo, pero se reaviva cada vez que las cosas se le complican. Hace unos días, como señal de lo que será probablemente una nueva línea en su narrativa, sugirió que las cadenas de televisión en Estados Unidos habían censurado un discurso del presidente Donald Trump. Este tema es de mayor debate en el mundo que en Estados Unidos, lo que podría parecer extraño, aunque se puede argumentar que lo que hicieron las cadenas, en su contexto y en su historia en la relación con Trump, es mucho más normal de lo que nos parece a muchos fuera de ese país.
Precisamente este fue uno de los temas abordados anoche en el programa Tercer Grado, en donde aunque con puntos de vista diferentes sobre los enfoques y las motivaciones de las cadenas de televisión, el consenso fue que, en efecto, Trump dice muchas mentiras. La responsabilidad primaria que tienen los medios –en el caso de Estados Unidos subrayada en el código de ética de la Sociedad de Periodistas Profesionales–, es informar la verdad. Los medios no tienen la verdad absoluta, pero su trabajo es recuperar el mayor número de las verdades que hay sobre un todo, para poder aproximarse a lo que es real. Incluye contrastes, contextos y antecedentes, pero sobre todo, que los dichos y los datos estén sustentados.
Entonces, si la responsabilidad primaria es reportar la verdad, el discurso de Trump que fue cortado por todas las cadenas de televisión salvo CNN y Fox News se debió a que su dicho carecía de sustento –que había existido un fraude electoral– y que lejos de informar, desinformaba. Si violaba el principio de informar verdades y alteraba la responsabilidad social que tienen los medios, no sólo en Estados Unidos sino en el mundo, la palabra “censurar” puede que no esté bien aplicada por quien etiqueta de esa forma la acción que tomaron. Pero hay algo adicional que es fundamental: la desinformación es lo que alimenta la polarización.
Es una contradicción cuestionar la decisión de las cadenas de televisión y criticarlas, y al mismo tiempo alarmarse de la polarización. Si las mentiras y la desinformación polarizan, dividen y enfrentan a una sociedad, ¿está bien que se abran los micrófonos, las pantallas y se escriban litros de tinta sobre la desinformación? ¿Cuál es entonces el papel de los medios de comunicación? Los medios filtran y procesan la información, prácticas que no significan censura ni falta de balance en la información. Procuran darle un sentido a los dichos de las figuras públicas, en particular los gobernantes, y establecer mecanismos de rendición de cuentas a partir de la corroboración y del contraste, otorgando de esa forma el peso específico a lo que digan y hagan, y trascendencia a sus actos. Esto requiere de un abordaje crítico a la información y con memoria histórica, que suele confrontarlos con sus interlocutores en los medios.
Esto es lo que pasa constantemente con el presidente López Obrador, a quien le da urticaria la crítica y ataca a quien coloca un espejo frente a él. Como Trump, López Obrador suele mentir. Nunca los medios lo censuraron ni le negaron espacios; durante los últimos 20 años ha sido el político más codiciado para entrevistas, y era él quien los censuraba, al igual que a periodistas, por razones personales o ideológicas. Es, con seguridad, el político que más impacto ha tenido en los medios por la simple razón que lleva más de dos décadas de protagonista central, sin nacer y morir sexenalmente. A esto se debe que desde hace más de una década su nivel de conocimiento nacional supere el 90%.
Tampoco es el más criticado, como asegura. Al contrario, es el Presidente mejor tratado en la joven democracia mexicana, si se analiza el número de horas de exposición ante los medios frente al número de cuestionamientos a su gestión. Es natural que cuantitativamente existan más críticas en los medios, si durante un promedio de dos horas diarias –ayer fueron más de tres– habla de infinidad de cosas donde no es experto e improvisa.
Sus ataques a medios y periodistas están relacionados con el contrapeso que le hacen. No dejan que haga afirmaciones arbitrarias sin que lo contrasten –¿se acuerdan cuando apostaba públicamente que México crecería al 2% en 2019?–, o lo confronten con datos que desmienten su palabra –como la inseguridad–, o lo critiquen por su irresponsabilidad sanitaria –por más religioso que sea, un detente no aniquila al Covid-19–, y que todos los días se pasen por ácido las acciones y decisiones del gobierno.
Ese es el papel de los medios aquí y en todas las sociedades democráticas, combatir la desinformación, alimento de la polarización. Y eso es lo que no le gusta y a lo que se rebela lanzando lengüetazos de fuego contra medios y personas. Como Trump, López Obrador respira mejor en sociedades rotas por su utilidad electoral. Como a Trump, no le importa el país, sino él mismo. Son iguales, y a sus espejos, que son sus enemigos, tratan de romperlos.