El día después de las marchas fue también el parteaguas del sexenio. Si no lo iba a ser, el presidente Andrés Manuel López Obrador se encargó de que así fuera. Su reacción a la marcha ayer comprobó que carece de argumentos y que la única estrategia que tiene para no perder el poder es profundizar la división nacional a partir de su única oferta, que haya continuidad sin cambio en 2024. Estaba telegrafiada su descalificación de las marchas, así como el uso de epítetos que ya suenan a lugares comunes. Pero, como dicen el Presidente y sus voceros, las manifestaciones iban más allá de la defensa del Instituto Nacional Electoral. En efecto, galvanizaron el descontento con el Presidente, a quien le ven hambre reeleccionista en la destrucción del INE, y seguir la demolición del país.
Es mentira que López Obrador busque una mejor democracia. Quiere, a partir de los resultados de sus ocurrencias, que ya se pueden medir, la pauperización nacional. Que todos sean ignorantes, sin educación y sin dinero, para que sean susceptibles a manipulación. Que estén sometidos a vigilancia permanente del SAT, y amenazados con procesos penales si se atreven a defenderse de las arbitrariedades. El llamado proyecto de la 4T no es muy diferente a la Revolución Cultural de Mao, que trató de transformar la cultura de la sociedad mediante el adoctrinamiento, la represión y la eliminación de sus opositores políticos, para reconstruir su imagen luego de que sus políticas provocaron una hambruna que causó la muerte de 30 millones de personas.
Mao pudo lograrlo en un principio, apoyado por quienes se conoció como La Banda de los Cuatro, que encabezaba su esposa, que fue perdiendo poder tras su muerte y, finalmente, detenidos todos, juzgados y sentenciados a morir, lo cual finalmente no se concretó. López Obrador tiene a una banda quizás un poco más grande, pero a diferencia de aquel régimen autoritario, aquí tiene que seguir jugando dentro de una cancha democrática, hasta que logre, si puede, transformarla en una arena autoritaria a su medida. Por lo que vimos con su reacción de ayer, es que ve en riesgo ese objetivo.
La marcha en la Ciudad de México, donde cientos de miles salieron a las calles en una de las manifestaciones más concurridas del siglo –quizá sólo superada por la marcha contra el desafuero de López Obrador, en 2005, y por la seguridad, en 2004–, arroja una primera certeza: la capital del país es de oposición. La asistencia reflejó un incremento en el rechazo a López Obrador y a su candidata, Claudia Sheinbaum, la jefa de Gobierno capitalina, que sufrieron un fuerte descalabro en las elecciones intermedias del año pasado, y plantea la posibilidad de que el repudio al Presidente y a su protegida crezca, y la izquierda pierda el poder en la ciudad, que ha mantenido desde 1997.
Sheinbaum tampoco tiene argumentos para contrarrestar. Sus políticas económicas produjeron una paralización de la actividad productiva desde 2019 –antes de la pandemia del coronavirus–, que no ha podido recuperar. La falta de estímulos federales durante la pandemia produjo miles de empresas en quiebra y pérdida de empleo formal. Ha crecido la informalidad y los últimos datos de empleo formal, que fueron muy positivos, mostraron una concentración de su incremento en Quintana Roo y Baja California, destinos turísticos en recuperación, y Tabasco, por la construcción de la refinería de Dos Bocas. Es decir, ese incremento en empleo formal es artificial. La seguridad no es como la presume y los cárteles de las drogas se empiezan a comportar como en ciudades del norte del país, lo que nunca había sucedido. Las extorsiones y cobros de piso están en máximos históricos. La falta de presupuesto también ha sentado sus reales en situaciones insólitas, como baches sin reparar en la avenida Insurgentes, que cruza la ciudad, y que nunca había estado tan descuidada. Los impuestos, como el del agua, han subido.
Los capitalinos se encaminan a votar una vez más contra López Obrador, Sheinbaum y quien de Morena les pongan enfrente, no por conservadores –argumento baladí–, sino porque son incompetentes como gobernantes. La ciudadanía se está dando cuenta de ello, como el estudio de opinión, referido ayer aquí, de que los megaproyectos del Presidente son empezados a ver por la gente como inservibles y demasiado costosos.
Sheinbaum se mantiene como la delfín, y en ello se asienta la estrategia de polarización del Presidente, la única forma que conoce para hacer política.
Lo hizo en Tabasco cuando perdió la elección con Roberto Madrazo a mediados de los 90, en la Ciudad de México cuando el proceso de desafuero en 2004, y comenzó a hacerlo en el país tras perder con Felipe Calderón la elección presidencial de 2006. La diferencia es que hoy, ese quiebre nacional es más poderoso porque el demoledor es el jefe de Estado mexicano. Lo positivo es que las cartas están echadas y nadie se debe sentir engañado.
La defensa del INE ante la amenaza regresiva del régimen logró la cohesión de grupos anteriormente desarticulados, pero está en la oposición materializar en las urnas lo que le dieron las marchas en las calles. La polarización pretende consolidar 14 millones de votos duros de López Obrador que quiere transferir a Sheinbaum, pero necesita dividir el voto de la oposición. Consolidarlos es el desafío. Se puede unir la oposición en un frente amplio cuyo propósito único, que no quieren asumir públicamente, es que Morena no repita en la Presidencia y que las cámaras no tengan mayorías absolutas. Pueden no unirse, claro, y ser como la oposición en Venezuela, donde la disputa por los intereses particulares benefició a Hugo Chávez.
La oposición debe escuchar lo que dijo López Obrador ayer, que tras la marcha necesitaba un discurso que apele a la gente. El discurso ya existe y cambió el metabolismo nacional: todos contra Morena. Esto no lo quiere el Presidente, pero en el campo de batalla que él mismo propone, no hay espacio para el centrismo.