En un año, reveló la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana que dio a conocer el INEGI la semana pasada, la percepción de inseguridad se redujo de 64.2% en el cuarto trimestre de 2022, a 59.1% en el mismo periodo de 2023, lo que fue altamente significativo al ubicarse en su nivel más bajo para un mismo periodo en nueve años. Los resultados del estudio cayeron como anillo al dedo del gobierno, que igualmente reportó la semana pasada que los homicidios dolosos –la variable que usa para medir los resultados de su política de seguridad– decrecieron 4.18% en 2023. La encuesta provocó sorpresa, porque los delitos continúan al alza y los asesinatos siguen subiendo en niveles inéditos.
La feria de números es amplia y los datos se pueden manejar a discreción, como lo hace la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, que reportó una baja de 10 homicidios dolosos diarios en 2023, comparado con 2022, que no quedó del todo claro de dónde salió. La reducción porcentual probablemente sea correcta, aunque sea producto de una cifra amañada, porque ese tipo de delito fue reclasificado en 2015 –cuando el gobierno de Enrique Peña Nieto estaba urgido de esconder que los asesinatos iban al alza de manera rampante– y se empezaron a categorizar algunos de ellos bajo el rubro eufemístico de “otros delitos que atentan contra la vida”.
En un ensayo publicado en Nexos en junio del año pasado, Nancy Angélica Canjura Luna, investigadora en Causa en Común, apuntó que si bien existe una definición sobre las características que cumple cada delito y no debería de haber una correlación negativa entre ellos, se han observado anomalías en algunas entidades que reportaron una baja en homicidios dolosos, al tiempo de un incremento en las víctimas reportadas en los otros subtipos, especialmente a partir de 2019.
Citó que en el primer cuatrimestre del año pasado, en Campeche, esos “otros delitos que atentan contra la vida” sumaron 153, contra 39 víctimas de homicidio doloso. Canjura Luna agregó que en el comparativo entre 2021 y 2022, ocho entidades reportaron una disminución en el número de homicidios dolosos reportados, y un incremento en el registro de homicidios dolosos: Baja California, Chihuahua, Ciudad de México, Michoacán, Nayarit, Tamaulipas, Veracruz y Zacatecas.
La cifra negra de homicidios dolosos no sólo se puede encontrar en la reclasificación de los delitos, sino también en los desaparecidos y en las morgues. Hay poco más de 111 mil personas desaparecidas o no localizadas, de las cuales poco más de 43 mil son del sexenio de Andrés Manuel López Obrador. Cuántas de ellas fueron asesinadas es un dato que se desconocerá por algún tiempo, igual que los más de 50 mil cadáveres sin reconocer en las morgues que pudieron haber sido víctimas de crímenes. Las denuncias de delitos también han bajado, aunque se puede argumentar que se debe a estrategias de gobiernos morenistas, como en la Ciudad de México, donde las agencias del Ministerio Público que había en el Metro desaparecieron durante la gestión de Claudia Sheinbaum, con lo cual se dificultó más la posibilidad de denunciar.
López Obrador sostiene que el país está mejor que antes en el tema de la seguridad, aunque no hay dato que sostenga la afirmación. La consultora TResearch International, que lleva un seguimiento puntual de homicidios dolosos con información del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública y el INEGI, ubica en 177 mil (cifras redondas) el total de homicidios dolosos en los 62 meses del gobierno actual, 52 mil más que en el mismo periodo durante el gobierno de Enrique Peña Nieto y 87 más que en el de Felipe Calderón, con una media de 95 asesinatos por día, contra 71 y 55, respectivamente.
La violencia corre más de la mano de los datos, incluso sin maquillaje, que de la del INEGI, que mide las percepciones. ¿Cómo es posible, entonces, que con los asesinatos diarios en varias partes del país, incluidos de militares y policías, de matanzas, de sometimiento de poblaciones enteras, de luchas sangrientas entre los cárteles de la droga que han llevado a esta administración a vivir cuatro de los cinco años más sangrientos en casi un siglo, los mexicanos consideren que hoy viven menos inseguros que un año antes? La respuesta se encuentra en Palacio Nacional.
López Obrador ha logrado imponer su narrativa sacudiéndose su responsabilidad y adjudicando la violencia al pasado, con frases como el que todos los días se reúne el gabinete de seguridad –“como no se hacía antes”– para revisar los índices delictivos, logrando la hipnosis colectiva que entiende como algo bueno el que lo hagan –pese a los terribles resultados en la materia– y no como un fracaso. El Presidente procura no tocar él directamente el tema de la violencia e inseguridad, porque se asocia con algo negativo, y se limita a decir que se está trabajando, que no se dejará a la intemperie gubernamental a nadie y que se están atacando las causas de la violencia.
Su palabra incisiva y reiterativa es muy poderosa, y por lo que se aprecia, tiene todavía un amplio capital político para seguir ocultando la realidad. No obstante, visto desde un punto de vista estratégico, López Obrador está actuando con inteligencia, pateando para adelante el problema y dejando endosado el problema con una magnitud mucho más grave de lo que heredó del presidente Peña Nieto al siguiente gobierno.
Tiene en las Fuerzas Armadas su válvula de escape para cuando quieran pasarle la factura de su fracaso y hacerle rendir cuentas. Los militares serán el chivo expiatorio cuando, ante la ausencia de un líder carismático como él, que miente como respira –parafraseándolo– y con un enorme talento manipulador, los culpe de haber sido ellos quienes, habiéndoles entregado todo, fracasaron. La molestia del Ejército y la Marina ya no será de él, sino de su sucesora, la que cargará con todos los costos políticos porque sin su labia engatusadora, la realidad la alcanzará. López Obrador, en cambio, probablemente se vaya impune a su rancho.