El domingo en la explanada del PRI, José Antonio Meade se paró como otra persona. El candidato apagado se prendió, y el profesor que daba discursos como si estuviera en el salón de clases, cambió de tono y subió los decibeles para arengar.
Meade se despojó del blanco inmaculado del candidato ciudadano y se vistió de rojo, el color de la marea priista.
Finalmente, su campaña entendió que la opción ciudadana no había funcionado y se volcó a los brazos del PRI. Con el partido atrás de él albergan todavía una esperanza, lejana empero, de alcanzar a Andrés Manuel López Obrador para el 1 de julio.
Sin el PRI, se dieron cuenta tardía, está totalmente perdido. “Sabíamos que iba a estar cuesta arriba y que entrábamos con desventaja”, admitió uno de los jefes de la campaña al recordar el diagnóstico original sobre el desgaste que arrastrarían del gobierno del presidente Enrique Peña Nieto. “Pero no nos imaginábamos el tamaño de la molestia”, agregó. ¿Les queda tiempo para achicar la desventaja?
Meade dice que sí. En la conversación en el programa “Tercer Grado”, este lunes, utilizó una metáfora futbolera. “Estamos en el minuto 41 del primer tiempo, faltan todavía cuatro, más el tiempo de compensación”, dijo. “Y falta todo el segundo tiempo”.
Sí pueden achicar la ventaja, aseguró, y sí pueden tener una candidatura competitiva. En el programa de televisión, Meade se arremangó las manos y dejó de ser el eterno prudente para entrar en una dinámica de interacción agresiva, en velocidad y argumentos, con sus interlocutores. “Increíblemente, no conecta”, dijo uno de los miembros del equipo de campaña que ha sufrido para convertirlo en lo que nunca había sido.
“A manera de descargo –acotó Meade–, López Obrador lleva más de 18 años en esto y yo solamente cuatro meses”. Pero no todo depende de él, sino del acompañamiento. Por eso los ajustes en la última semana.
El mitin del domingo, arropado por gobernadores, legisladores y candidatos, fue el relanzamiento de la campaña que comenzó la semana pasada, cuando se consumó el relevo del líder del PRI, Enrique Ochoa, por René Juárez, un priista de cepa con amplia experiencia en asuntos electorales y conocimiento perfecto de las estructuras del partido.
Ochoa entró al PRI en julio de 2016 con fórceps aplicado por Peña Nieto para enviar un mensaje al partido, de que sería él quien lo controlaría, y que por la boca y las acciones del nuevo dirigente, hablaba él.
Se excedió Ochoa, que aunque cumplió las funciones que originalmente le pidieron, como tener una presencia de peleador de barrio respondón, careció de un trabajo profundo con las bases del PRI –que en realidad desconocía–, dedicando más tiempo a participar en mesas de discusión en la radio y televisión.
No le ayudó nunca que su trato fuera hosco, ríspido muchas veces, que le impidió hacer trabajo de orfebrería con todos aquellos que no fueron incluidos en las listas para cargos de elección popular, que finalmente fueron su guillotina.
Ochoa no era el único alto cargo en la campaña de Meade que iba a ser removido. En un principio, de acuerdo con priistas que conocieron con detalle la deliberación palaciega, Peña Nieto pensó en Nuño para sustituirlo, pero luego de los argumentos de que el coordinador de la campaña no resolvería el problema con las bases del PRI en los dos meses para la elección, y que probablemente sería rechazado como lo fue Ochoa, el presidente decidió que fuera Juárez –que desde un principio fue considerado prácticamente como la única alternativa– quien asumiera el cargo.
A diferencia de Ochoa, Juárez rápidamente hizo una división del trabajo.
Las discusiones en la arena pública las haría fundamentalmente Claudia Ruiz Massieu, secretaria general del partido, para que él se dedicara a visitar las secciones electorales en el país, que es donde realmente se ganan las votaciones.
A Meade, fue otro realineamiento táctico en la campaña, lo llevarían a hacer campaña con los priistas en el país –aprovechando que hace dos domingos arrancaron las elecciones locales– y a “ranchear”, como se le llama a ir de comunidad en comunidad, durmiendo en ellas, lo que no había sucedido en la campaña.
Resuelto en principio el arropamiento del PRI, la discusión en los cuartos de guerra de Meade la semana pasada era el reajuste en el mensaje. El propio candidato no había terminado de procesar algunas fallas que tuvo en el debate, donde hubo preguntas que no respondió con firmeza, y hacer terrenales algunas respuestas académicas que ha dado cuando se le pregunta sobre si cree en la honestidad del Presidente.
En “Tercer Grado” ese punto lo resolvió, aunque nunca llegó a estar cerca de deslindarse de Peña Nieto. “Eso nunca va a pasar”, dijo uno de los jefes de su campaña. “Yo soy el que va a estar en la boleta presidencial”, sostuvo Meade.
“La elección no es sobre el pasado, sino sobre el futuro”.
En todo caso, al ser el candidato del partido en el poder, la elección va a ser un referéndum sobre la gestión de gobierno y la valoración del presidente.
Ocho de cada 10 mexicanos siguen reprobando su forma de gobernar, y más del 50% dice que votará contra el PRI. Meade tiene una fuerte pendiente por la que tiene que subir, al tiempo que sus estrellas están totalmente desalineadas. Pero su espíritu se ve fuerte y anda de buen ánimo.
“Se ha trabajado mucho en ello”, dijo un miembro importante de su equipo. Necesitan mantenerlo con buen metabolismo y que proyecte a la militancia su convicción de ganador. La tiene difícil, pero error sería afirmar que es imposible.