Finalmente pudo relajarse Claudia Sheinbaum el miércoles por la noche, cuando se anunció que sería la coordinadora de los Comités para la Defensa de la Cuarta Transformación, la puerta de entrada a la candidatura presidencial. Aunque estaba confiada en que así sería porque nunca dejó de puntear en las encuestas, cuidó con exceso que su mentor, el presidente Andrés Manuel López Obrador, no se molestara con ella, actuando como megáfono de sus palabras y promotora de sus obras. Pero la buena noticia que la pone en la ruta para ser la primera presidenta de México es también una mala noticia. A partir de hoy Sheinbaum tendrá que demostrar que no es la marioneta de López Obrador ni tampoco una rémora, que es capaz de actuar con autonomía y de salir adelante sin su apoyo.
La percepción de que sin López Obrador atrás no es nada tiene raíces en las razones objetivas por las cuales se inclinó por ella. Una muy fuerte es que era la única de las corcholatas que le debe toda su carrera política al Presidente. Otra es ser más dogmática que el Presidente, por lo que no corre peligros su proyecto político de quedar truncado y que naufrague su legado. Sheinbaum es considerada parte de su familia, con lealtades fraternales y no sólo políticas e ideológicas, y desde hace años, su hijo Andrés ha sido su consejero político de cabecera.
Como lo demostró durante la primera fase sui generis de la campaña presidencial, Sheinbaum no traicionará a López Obrador. Concluirá los megaproyectos que no se entreguen a tiempo, nunca lo criticará y desde la Presidencia lo blindará jurídicamente para que viva tranquilo ante eventuales denuncias penales que pudieran presentarse en su contra, o contra sus familiares. Con ella en Palacio Nacional, López Obrador tiene garantizado el sueño.
El problema de Sheinbaum es que ella debe ganar la elección, y pese a la ayuda que recibirá de su mentor, ella es quien pronunciará los discursos, explicará sus propuestas, tendrá que transmitir credibilidad en sus promesas y debatirá sola ante Xóchitl Gálvez, la candidata del Frente Amplio, si es que no aparece un tercer contendiente. A veces se olvida que esa será la realidad en 2024, al incurrir desinformados e informados en un pequeño error analítico. La rival de Gálvez será Sheinbaum, no López Obrador. A quien tiene que derrotar Gálvez en las urnas es a la candidata, no al Presidente. Sheinbaum no es López Obrador, y nadie puede asegurar que derrotará fácilmente a la candidata del Frente Amplio, como algunos simpatizantes del Presidente creen.
Al asumir la coordinación política de Morena y tener en sus manos el simbólico bastón de mando, Sheinbaum pasa a un nuevo estadio, sin el acolchonamiento en la burbuja de protección del Presidente y teniéndose que valer por sí misma, aunque López Obrador siga ayudándole con el ataque sistemático a Gálvez. Caminarán juntos, pero en distintas rutas y estrategias. Sheinbaum tendrá que construir un liderazgo dentro del movimiento de la ‘4T’, porque hasta el momento es López Obrador quien le ha prestado capital político. Separados como polos de poder, ese liderazgo compartido se irá desvaneciendo. Al mismo tiempo, al desagregarse del Presidente, los positivos que tiene no se le transferirán automáticamente, como muy probablemente sí pasará con los principales negativos, como la inseguridad.
A López Obrador se le resbalan las cosas, o se las sacude con un talento empapado en un cinismo que despliega en los entornos cerrados y bastante controlados donde interactúa con la prensa. Sheinbaum no es el pez que se escapa siempre de las manos, como López Obrador, sino una política muy acartonada que se mueve como transatlántico y sin los reflejos de su mentor. Esta es una deficiencia que no han resuelto los media training a los que se ha sometido disciplinadamente, porque con el talento se nace, no se aprende, un hándicap que la acompañará en la campaña.
No hay que evaluar el futuro de Sheinbaum a partir de su comportamiento durante la lucha por la candidatura. Haber sido altoparlante del Presidente y enfatizar sus obras fue una decisión estratégica para evitar tensiones con él y transitar con pasos seguros, administrando la diferencia que le daban las encuestas. Esa etapa, sin embargo, acabó el miércoles. El nuevo juego la introduce a un terreno minado y difícil de sortear, no sólo de cara ante Gálvez, sino, sobre todo, lo que no deja de ser una paradoja, frente al Presidente.
Sheinbaum no puede apostar todo su futuro al de López Obrador, cuyo un sexto año es incierto, pero lo está haciendo. Habrá más revelaciones de corrupción en su entorno y documentación comprometedora de los Guacamaya Leaks. Los megaproyectos mostrarán su alcance o limitaciones, y será piñata de republicanos y demócratas en las elecciones presidenciales del próximo año en Estados Unidos. Puede haber variables que no estén a la vista, imponderables que afecten el epílogo de López Obrador, como un desastre natural o una turbulencia financiera importada.
Estas variables pueden impactar en la popularidad del Presidente y arrastrarla junto con él en una elección polarizada que será plebiscitaria. Sheinbaum, lo ha demostrado, carece de los recursos del Presidente para sortear las tempestades, y recargarse en la suerte de López Obrador no es la cadena a la que se deba atar, porque puede caer en una trampa que le resulte difícil de escapar. Tampoco puede seguir siendo un clon del Presidente, porque ello, le vaya bien o mal al Presidente, revivirá la percepción de que es la marioneta de López Obrador.
Si el sexenio concluye sin sobresaltos, la oferta de continuidad que cohesione a sus clientelas, funcionará. De otro modo, el deslinde podría ser necesario. Hoy no se ve que Sheinbaum pudiera hacerlo ni López Obrador permitírselo, porque su falta de autocrítica le impediría reconocer que la preservación de su legado pasaría esa dolorosa concesión. De llegar ese momento, la candidata tendría su hora de la verdad, sintetizada en el soliloquio shakespeariano de ser o no ser.