Durante décadas, una característica del periodismo mexicano ha sido que la información de mayor calidad no es la que aparece regularmente en las primeras planas de los periódicos o los noticiarios electrónicos, sino en las columnas políticas. A través de esos espacios, sobre todo a partir de que se agudizaron las contradicciones en el sistema político y comenzaron a disentir y enfrentarse los grupos de interés en los 80, se generó una circulación de información fuera de los conductos institucionales que hacía público lo que era reservado, y permitía airear los conflictos de una clase política que públicamente era sibilina.
A lo largo de los años, esta relación simbiótica entre el campo político y periodístico ha sido motivo de críticas y autocríticas, de descalificaciones y reivindicaciones, pero el mecanismo no ha cambiado. Se pasó de un sistema cerrado, herencia de regímenes autoritarios, a uno abierto, que comenzó a nacer en los 90 en la antesala de la transición democrática, pero el viejo sistema, que a través de los espacios de opinión, particularmente las columnas, facilita el intercambio de mensajes entre quienes están en posiciones de poder, prevalece por funcional y efectivo. En este juego de valores entendidos, nadie pierde y la mayoría gana, pero sobre todo la sociedad, que obtiene información a la que de otra forma no tendría manera de acceder.
Esta semana hemos experimentado el método en su máxima expresión, porque a través de columnas periodísticas se está revelando un conflicto entre el presidente Andrés Manuel López Obrador y su candidata, Claudia Sheinbaum. Esto no es normal, aunque tratándose de López Obrador, la normalidad es lo sorprendente. Lo que se ha visto en el pasado es un deslinde del candidato con el presidente, como sucedió con Luis Echeverría ante Gustavo Díaz Ordaz y Miguel de la Madrid frente a José López Portillo.
Pero que un presidente mostrara de una manera tan explícita su inconformidad con quien eligió para sucederlo, no lo habíamos visto antes. Lo más cercano se dio en 1994, cuando el presidente Carlos Salinas, ante el protagonismo que le permitió a Manuel Camacho como negociador de la paz con el EZLN, tuvo que enfatizar, con la famosa frase de “no se hagan bolas”, que el candidato a la Presidencia era Luis Donaldo Colosio. Por cierto, este mensaje crucial también se dio mediante trascendidos.
En 1994, los recados a través de las columnas jugaron también un papel relevante, mostrando la debilidad de la campaña de Colosio por medio de las infidencias del propio Camacho con columnistas políticos, y de la respuesta del candidato y sus cercanos de que Salinas estaba saboteando su campaña, creándose un clima donde se llegó a hablar en la prensa de que podría haber un cambio de candidato. Salinas nunca lo pensó, pero la mancha que le produjeron los mensajes enviados por los colosistas a través de la prensa permanecen hasta ahora.
Hoy vivimos una situación más cruda y salvaje, porque a diferencia de Salinas, López Obrador ha sido explícito. En la mañanera del martes, modificando en 180 grados lo que un día antes había expresado sobre el debate, reclamó que durante esa discusión no se hubieran defendido los logros de su gobierno. Ese mismo día amanecimos con la columna de Salvador García Soto en El Universal, uno de los espacios por donde más circula la información de calidad sin cara ni nombre, que citando fuentes de Palacio Nacional reveló que no le había gustado al Presidente la forma como Sheinbaum actuó en el debate, por no haber sido lo suficientemente clara y contundente para responder los ataques sobre la corrupción en su gobierno. La percepción era que se había enfocado en defender su trabajo en la Ciudad de México y “no supo defender lo que ha hecho este gobierno”.
Sheinbaum, como también lo apuntó García Soto, hizo lo que tenía que hacer, ignorar los señalamientos de la candidata opositora, Xóchitl Gálvez, sobre presuntos actos de corrupción de los hijos del Presidente y sus cercanos, y de las críticas al manejo de la salud y la educación. Haberlo hecho hubiera sido un error táctico al caer en el terreno donde la quería Gálvez, que no ve el Presidente porque no piensa en un proyecto transexenal de largo plazo, sino en su paso a la historia. El Presidente no puede ocultar su comportamiento paternalista con la candidata y patrimonialista con el poder.
El primer mensaje de esto fue el lunes, cuando la Rayuela, el breve editorial de La Jornada en la contraportada, apuntó: “¡Claro que tengo padre!, sostenía la adorada mano. Si no, ¿cómo estaría aquí?”. Cáustico y codificado, el texto perfila a Sheinbaum, que lleva mano en las encuestas, como la destinataria. Su padre político es López Obrador, quien la sacó de la academia y la fue tallando a mano. Sin su apoyo no existiría la carrera política que tiene, ni habría sido la elegida para continuar su proyecto.
López Obrador no quiso hablar mucho del debate el lunes, pero consideró que había estado bien. El martes su cara estaba pintada de guerra. ¿Qué sucedió? Se puede argumentar que los puros del lopezobradorismo, que no quieren a Sheinbaum, no por ella sino por el equipo que la rodea, del que piensan advenedizos, oportunistas y caballos de Troya, le alimentaron ira.
Sus quejas de que no se defendieron los avances en el debate eran generales, pero fueron colocadas en su contexto por la Rayuela del miércoles, que decía: “Fue tanta la preocupación por ganar la batalla que se olvidaron de los logros conseguidos por un fuerte liderazgo y muchos leales profesionales, ¡que vaya que los hubo!”. El mensaje era consistente con lo publicado por García Soto un día antes y ubicaba el reclamo presidencial en el lugar correcto: Sheinbaum.
El momento que se vive es extraordinario, porque el conflicto entre el rey y la delfín alteró el metabolismo político-electoral que coloca a Sheinbaum en un campo de batalla impensable, donde López Obrador es su rival y la obliga a tomar decisiones y definiciones que la marcarán por el resto de su vida.