Andrés Manuel López Obrador ha sido descrito innumerables ocasiones como un “mesías”, en la definición de una persona en quien se confía ciegamente y en la que se finca el deseo de la liberación.
A sus seguidores les revuelve el estómago que sea caracterizado como quien se comporta como el hijo de Dios, un perfil religioso que consideran peyorativo. Sin embargo, la discusión sobre las creencias del poderoso candidato presidencial es más importante que sobre cualquier otro de sus adversarios, porque podría convertirse en el primer presidente cristiano en la historia de México, un país profundamente católico, en la coyuntura particular de la crisis de la Iglesia Católica en el mundo, que está tratando de revertir el papa Francisco ante el crecimiento desafiante de las sectas protestantes.
La fortaleza de López Obrador en las preferencias electorales desafía la historia política de México. Desde 1929 no se había tenido un aspirante protestante a la Presidencia, cuando el general Aarón Sáenz desafío a Pascual Ortiz Rubio –el delfín de Plutarco Elías Calles, quien ordenó la Guerra Cristera–, pero fue relegado por el propio Partido Nacional Revolucionario, precursor del PRI, por su inclinación religiosa. Durante gran parte de la vida pública posrevolucionaria, los presidentes fueron ateos o masones, aunque en los últimos 30 años, se ha señalado –sin confirmarse–, que algunos se convirtieron al cristianismo durante o después de su gestión.
Sistemáticamente, López Obrador ha escondido sus creencias. Incluso, en la campaña presidencial de 2006, declaró que era católico. Políticamente, ha separado sus creencias cristianas de su vida pública, pero no necesariamente por una división ética entre su actuar privado y el público, sino para ocultar dónde está parado en temas controvertidos, como la despenalización del aborto y matrimonios del mismo sexo. En estos temas sociales, quienes lo conocen ven en él una persona conservadora que es duro en exceso con colaboradoras que son madres solteras, por mencionar uno de sus comportamientos ajenos al conocimiento público.
López Obrador pertenece a la Iglesia Adventista del Séptimo Día, que nació del fervor religioso en Estados Unidos durante el primer tercio del siglo XIX, con la creencia de que estaba en camino el segundo advenimiento de Jesucristo. Su religiosidad lo mete en contradicción con sus inclinaciones políticas. Por ejemplo, su admiración a Benito Juárez, quien promulgó las Leyes de Reforma, o su vertical forma de conducir procesos, que lo asemejan a Tomás Garrido Canabal, quien gobernó Tabasco con un fuerte anticatolicismo, a quien evoca sin mencionar por su inclinación hacia la socialización de la vida pública. Pero la mayor de estas contradicciones está en el nombre de su hijo menor, Jesús Ernesto, llamado así por Jesucristo y Ernesto Che Guevara.
La religión acompaña todo el tiempo a López Obrador, quien reconoce como vital en su formación al poeta-político Carlos Pellicer, a quien acreditan la descripción del “socialismo guadalupano” de los políticos mexicanos. Sin embargo, no es igual a todos. En el bolsillo izquierdo de su pantalón lleva un pequeño escapulario, y su discurso es profundamente teológico. Siempre es blanco y negro, sin grises.
Todo gira en torno a lo bueno y lo malo, los ricos y los pobres, los honestos y los corruptos. Se es fiel o se es infiel. Es la lucha eterna del bien contra el mal. Él es todo lo que se necesita para acabar con el todo del pasado.
No hay matices; es bipolar. La narrativa de lo que es México, dicha por López Obrador de manera religiosa, tiene un gran impacto en una sociedad altamente religiosa cuyos referentes culturales están anclados en ese mundo sin claroscuros. Sus adversarios suelen ser arrasados por su discurso, porque nunca los frasean o estructuran sobre fundamentos religiosos.
Por ejemplo, cuando en la campaña presidencial de 2006 el PAN difundió el spot donde decían que era “un peligro para México”, una de las respuestas que dio López Obrador fue criticarlos por haber violado el mandamiento relativo a la mentira.
A diferencia de las campañas anteriores, en ésta López Obrador sí ha refrendado públicamente sus convicciones religiosas y ha reconocido ser “un cristiano en el sentido amplio del concepto”. No obstante, estos señalamientos claros no han tenido ningún impacto en la opinión pública, pese a que el 84% de la población, casi 93 millones de mexicanos, según la Arquidiócesis de México, son católicos.
El catolicismo está siendo amenazado por el cristianismo, que creció más de 70% en dos décadas, hasta alcanzar casi 11 millones. El declive del catolicismo en México y el mundo ha sido motivo de una renovada tarea de Benedicto XVI y Francisco para revertir el trasiego de católicos a las sectas. “El cristianismo no es una doctrina filosófica –dijo el papa Francisco en 2014–, no es un programa de vida para sobrevivir, para ser educados, para hacer las paces”.
No hay forma de saber cuál será el impacto del voto evangélico en la elección presidencial, pero sí se puede adelantar, a partir del porcentaje de los católicos, que de llegar López Obrador a la Presidencia, será con su apoyo en las urnas, con lo que los católicos le estarían entregando el poder al representante de quienes los están acabando. No parece muy racional, pero plantea la duda si el tema de la religión de López Obrador no ha permeado aún en la opinión pública, o si la molestia contra todo lo establecido es mayor, para suicidarse religiosamente a cambio de la esperanza material prometida.