Corrían los años cincuenta y con ellos la idea de progreso, crecimiento y desarrollo a través de la modernización del país. Después de la Segunda Guerra Mundial las ciudades empezaron a registrar una expansión acelerada, logrando atraer más habitantes. El espíritu de la época ofrecía hospitales, escuelas y grandes calzadas que prometían la comodidad de quienes quisieran mudarse a ellas. Sin embargo, aún éramos una población dedicada a las actividades primarias, que vivía en su parcela o en pequeños pueblos. Según los censos del INEGI, en los años cincuenta 6 de cada 10 personas vivían en una comunidad rural. Esta situación poblacional cambiaría drásticamente en los años venideros.
Ahora, en México sólo 2 de cada 10 personas viven en el campo. Podría parecer una cifra intrascendente pues, si se han tecnificado los procesos productivos, ¿para qué queremos tantas manos, si la yunta y el barzón ya no se usan? Eso, nos mostrarán las cifras, no es cierto. Como país nos hemos rezagado de manera importante en cuanto a la producción agropecuaria. Importamos el 84% del arroz, 98% de la soya y 31% del maíz que consumimos a pesar de ser uno de los países donde esa semilla tiene su origen. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) el 43% de los alimentos que consumimos en México son de origen extranjero.
La responsabilidad siempre se trata de distribuir entre los diferentes niveles de gobierno, en los vaivenes del mercado, entre los temporales secos y la falta de tecnificación. Lo cierto es que la historia del campo mexicano está llena de abusos, abandonos, corrupción, excesos de los poderosos, despojo y una terrible indiferencia hacia nuestros recursos naturales.
En cada reunión que discutimos el tema me queda claro que una buena forma de poder medir el éxito o fracaso de las políticas públicas aplicadas al campo es analizar qué tan dispuestos están los jóvenes del campo a quedarse a vivir en sus comunidades. Hoy, me lo repiten en cada pueblo que visito: “Nuestros jóvenes se quieren ir, porque aquí no hay oportunidades para trabajar, para prosperar, para un futuro”.
Se necesita hacer una escuela digna, procesos de seguimiento remotos y tutorías especiales al niño que crece migrando de región en región conforme la siembra de temporal. Esa niña o niño que acompaña a su familia a la búsqueda de empleos, pero que por ello mismo pierde la oportunidad de asistir de manera regular a la escuela.
También es indispensable atraer con fondos semillas, créditos adecuados, certidumbre jurídica, facilidades para acceder a una casa o parcela y posibilidades de negocios a los jóvenes que salieron de los pueblos a estudiar a la ciudad.
Sin duda, es fundamental acercar las clínicas a cada una de las regiones, con proyectos de prevención médica, pagando adecuadamente y a tiempo a aquellas doctoras y enfermeros que decidan participar. Para que regresar al campo signifique la posibilidad de vivir sanamente, con dignidad y posibilidad de futuro.
El regreso al campo es un reto que podría cambiar la manera en que entendemos a México. A veces estar en las ciudades nos aleja de situaciones muy complejas que a diario se viven en el campo. Algunas de las historias que he escuchado me dejan muy claro que debemos hacer algo para evitar que el campo se siga despoblando. Estoy seguro que podemos comprometernos a que sus habitantes puedan vivir en prosperidad y con salud.